7/04/2019, 19:56
A Calabaza se le hubiesen subido a la garganta sus testículos —hinchados y doloridos gracias a la kunichi de Ame— si se hubiera dado cuenta a tiempo de quiénes eran el dúo que se venía acercando por el callejón. No por nada eran dos rostros que él conocía muy bien, y que normalmente prefería ver de lejos. Bien de lejos. Sin embargo, aquella ninja que tan pronto le perdonaba la vida como le propinaba una señora patada en los pendientes reales, tenía otros planes. Con la agilidad que la caracterizaba, Ayame descendió del tejado y buscó ayudar al yonqui que ella misma había incapacitado.
—Arf, arf... C... cuidado... —masculló Calabaza cuando, a tirones, consiguió levantarse. Todavía estaba dolorido, y apenas fue capaz de dar dos pasos hasta que atinó a distinguir las dos figuras que se les acercaban—. V... V... Vámonos... Vámonos ya...
Siguiendo a Ayame —no le quedaba más remedio, pues caminaba cargando parte de su peso en el hombro de ella, que carecía de la suficiente potencia física como para hacer de aquella una caminata agradable—, Calabaza le indicó que doblaran a la derecha en un callejón. Y luego a la izquierda. Y luego a la derecha.
Terminaron en lo que parecía una vía de servicio, tras andar un rato, en la que los diversos restaurantes de las calles aledañas arrojaban sus desperdicios para que los basureros de la ciudad los recogiesen. Era un recoveco pequeño y maloliente, repleto de tachos de basura y desperdicios que habían caído fuera de los mismos. Sólo entonces Calabaza se sintió lo suficientemente a salvo como para soltarse de su agresora y protectora al mismo tiempo, y dejarse caer contra la pared del fondo de la vía. Allí había unas cuantas cajas de cartón apiladas de forma estratégica, que para el ojo común podían ser no más que otros deshechos, pero para Calabaza eran su pequeño trocito de Tanzaku.
«Hogar, dulce hogar...»
Entre los cartones había varios utensilios que servían al joven para subsistir, viérase; una manta gruesa y muy manchada, una cajita metálica deslustrada, media barra de pan duro y un rollo de papel higiénico.
—¿Me... Me vas a dar ya mi... Mi...? —preguntó el yonqui, con el rostro desencajado, mientras sus ojos buscaban ávidamente el botín saqueado por Ayame.
—Arf, arf... C... cuidado... —masculló Calabaza cuando, a tirones, consiguió levantarse. Todavía estaba dolorido, y apenas fue capaz de dar dos pasos hasta que atinó a distinguir las dos figuras que se les acercaban—. V... V... Vámonos... Vámonos ya...
Siguiendo a Ayame —no le quedaba más remedio, pues caminaba cargando parte de su peso en el hombro de ella, que carecía de la suficiente potencia física como para hacer de aquella una caminata agradable—, Calabaza le indicó que doblaran a la derecha en un callejón. Y luego a la izquierda. Y luego a la derecha.
Terminaron en lo que parecía una vía de servicio, tras andar un rato, en la que los diversos restaurantes de las calles aledañas arrojaban sus desperdicios para que los basureros de la ciudad los recogiesen. Era un recoveco pequeño y maloliente, repleto de tachos de basura y desperdicios que habían caído fuera de los mismos. Sólo entonces Calabaza se sintió lo suficientemente a salvo como para soltarse de su agresora y protectora al mismo tiempo, y dejarse caer contra la pared del fondo de la vía. Allí había unas cuantas cajas de cartón apiladas de forma estratégica, que para el ojo común podían ser no más que otros deshechos, pero para Calabaza eran su pequeño trocito de Tanzaku.
«Hogar, dulce hogar...»
Entre los cartones había varios utensilios que servían al joven para subsistir, viérase; una manta gruesa y muy manchada, una cajita metálica deslustrada, media barra de pan duro y un rollo de papel higiénico.
—¿Me... Me vas a dar ya mi... Mi...? —preguntó el yonqui, con el rostro desencajado, mientras sus ojos buscaban ávidamente el botín saqueado por Ayame.