7/04/2019, 21:37
Era la segunda vez que Aotsuki Ayame hacía algo completamente inesperado y loco a ojos del joven caído en desgracia. Sus motivos sólo los conocía ella, pero para Calabaza aquello era un completo enigma que, pese a que las tripas le rugían y no era capaz de recordar la última vez que había comido una hamburguesa, le hacía desconfiar. ¿No era natural? Como un gato callejero, el joven adicto estaba acostumbrado a recibir poco más que patadas de aquel mundo hostil que le rechazaba, como si ya no perteneciese a esa realidad. No pocas veces el propio Akame se había planteado si su lugar en verdad no era otro, si el simple hecho de que estuviese con vida contravenía las leyes más básicas de la Naturaleza. Él era una anomalía, una muy molesta y persistente.
Con movimientos cautos, sin perder de vista a Ayame, el joven Calabaza alargó un brazo y tomó la bolsa. Lo hizo como si temiera que ella iba a caerle a palos en cualquier momento; cosa que, evidentemente, no sucedió. Así, el yonqui terminó por confiarse lo suficiente como para tomar la hamburguesa, desenvolverla lentamente y olisquear. ¿Parecía comestible? Entonces daría un primer bocado, y el sabor de la carne en sus papilas gustativas le arrancó varias lágrimas, que rodaron por su rostro. Silenciosamente el indigente empezó a comer con cada vez más ansia, tomando entre bocado y bocado un buen buche de Amecola y agua. Cuando terminó su particular banquete, Calabaza volvió a recogerse en su feudo. Una simple pregunta le rondaba la mente.
—¿Por... Por qué?
Con movimientos cautos, sin perder de vista a Ayame, el joven Calabaza alargó un brazo y tomó la bolsa. Lo hizo como si temiera que ella iba a caerle a palos en cualquier momento; cosa que, evidentemente, no sucedió. Así, el yonqui terminó por confiarse lo suficiente como para tomar la hamburguesa, desenvolverla lentamente y olisquear. ¿Parecía comestible? Entonces daría un primer bocado, y el sabor de la carne en sus papilas gustativas le arrancó varias lágrimas, que rodaron por su rostro. Silenciosamente el indigente empezó a comer con cada vez más ansia, tomando entre bocado y bocado un buen buche de Amecola y agua. Cuando terminó su particular banquete, Calabaza volvió a recogerse en su feudo. Una simple pregunta le rondaba la mente.
—¿Por... Por qué?