El mito del oeste

[King Roga]

Hasta ese momento, Bandō sólo había sido un testigo ciego de toda la charla llevada a cabo, sin saber que en realidad estaban charlando. Creía, entender que era lo que ocurría a pesar de todo. ¿Estaba siendo víctima de la la misma visión irreal que sufrió? Probablemente sí. No vio nada, pero no lo necesitaba. Y sin embargo, todo aquello lo tumbó a un segundo plano cuando supo que finalmente iba a poder ponerle las manos en el cuello al flacucho de Asobu.

El farsante estaba con los ojos abiertos como platos, mudo. ¿En qué momento le había engañado? Y entonces entendió, que se confío por segunda vez, subestimando aquellos ojos. Se maldijo, se maldijo porque su propio anhelo de libertad le llevaría a nunca ver el cielo por su propia cuenta. Él era el estafador, ese era su juego. ¿Cómo demonios cayó en su misma trampa y por su propio pie? No una, sino dos veces, dos putas veces. Reventó.

—¡NO SABES LO QUE HACES! ¡NO TIEN-!— se cortó en cuanto el brazo del bandido le tomó del pescuezo. Levantándolo lentamente hasta tenerlo a la altura de su rostro.

—Yo, soy Roger Bandō— le escupió en la cara. —Soy uno de tantos ladrones buscapleitos de este maldito país. He asaltado caravanas de usureros mercantes, he mandado al hospital a mi competencia con un ojo o un par de dedos de menos, he de decir que no pago la cuenta si no me gusta la comida del restaurante— Y su mano temblaba, pero no por el peso, sino por la rabia. Una apenas visible en ojos cristalizados que se negaban a soltar lágrimas. —Pero, incluso alguien como yo sabe ver cuando tiene la maldad enfrente. Tú, arrancaste una flor del jardín. O mejor dicho, una de las pocas flores que florecen en este desierto de mierda. Cuando nos quitaste al viejo Kawaraga nos heriste a todos. Porque sea un borracho o un honrado carpintero, en Shirotora las historias nos unen a todos.

Hizo un ademán de agitar el brazo, haciendo aparecer entre sus manos una daga casi por acto de magia. Al menos así sería a la vista de un incauto, cuando un buen ojo te diría que se deslizó con una presteza muy impropia de lo que cabría esperarse de un civil.









Unos segundos de silencio, en que los ojos de Asobu vieron el filo y luego a su verdugo. En cambio, el rufián no parecía estar viendo nada. Le soltó, al unísono que se giraba agitando la navaja en dirección al cuello. Para cuando Bandō le dio la espalda, la sangre chorrearía desde la recién abierta vena yugular. No iba a ver atrás, simplemente se guardó la daga de nuevo en la manga y caminó con el rostro ensombrecido por el ala del sombrero con rumbo a la salida, pasando al lado del Uchiha.