8/04/2019, 20:41
Allí estaba de nuevo: la desconfianza, la inseguridad, el recelo, el miedo... Cada vez que Ayame intentaba acercarse un poco más a él, tenderle una mano, lo único que conseguía era ahuyentarlo aún más. Era como intentar capturar una mariposa; aunque, en este caso casi sería más adecuada una polilla.
—Yo... No... Lo siento, señorita... Yo... No me suena para nada. No nos hemos visto antes, no lo creo —volvió a negar, de forma rotunda, encogiéndose sobre sí mismo de nuevo, protegido por aquella raída manta vieja a modo de escudo contra ella. Y cuanto más lo negaba, más dudaba Ayame de sus palabras—. Lo... Lo siento. Es mi... El mon... El... Ya sabe. Solo necesito... Dormir... Se me p... p... pasará.
El semblante de Ayame se ensombreció ligeramente. Era consciente de que los ojos del indigente no abandonaban sus manos, buscando sin descanso entre los barrotes que conformaban sus dedos su preciado tesoro encerrado. Pero Calabaza no lo encontraría allí. Ni siquiera lo encontraría aunque cacheara a Ayame de arriba a abajo, pues hacía ya tiempo que la muchacha se había desecho de tan despreciable droga.
«Lo siento. Pero eso es lo único que no puedo darte.» Pensó, antes de reincorporarse con un largo suspiro. «No seré yo quien alimente tu adicción, Calabaza.»
—Lo entiendo. No te molestaré más entonces, Calabaza —le dijo, volviéndose para abandonar aquel lugar de mala muerte de una vez por todas—. Cuídate, ¿vale? —añadió, con una última sonrisa antes de echar a caminar.
—Yo... No... Lo siento, señorita... Yo... No me suena para nada. No nos hemos visto antes, no lo creo —volvió a negar, de forma rotunda, encogiéndose sobre sí mismo de nuevo, protegido por aquella raída manta vieja a modo de escudo contra ella. Y cuanto más lo negaba, más dudaba Ayame de sus palabras—. Lo... Lo siento. Es mi... El mon... El... Ya sabe. Solo necesito... Dormir... Se me p... p... pasará.
El semblante de Ayame se ensombreció ligeramente. Era consciente de que los ojos del indigente no abandonaban sus manos, buscando sin descanso entre los barrotes que conformaban sus dedos su preciado tesoro encerrado. Pero Calabaza no lo encontraría allí. Ni siquiera lo encontraría aunque cacheara a Ayame de arriba a abajo, pues hacía ya tiempo que la muchacha se había desecho de tan despreciable droga.
«Lo siento. Pero eso es lo único que no puedo darte.» Pensó, antes de reincorporarse con un largo suspiro. «No seré yo quien alimente tu adicción, Calabaza.»
—Lo entiendo. No te molestaré más entonces, Calabaza —le dijo, volviéndose para abandonar aquel lugar de mala muerte de una vez por todas—. Cuídate, ¿vale? —añadió, con una última sonrisa antes de echar a caminar.