3/11/2015, 03:56
20.000 ryos. Ese era el dinero que Datsue tenía que conseguir para pagar la deuda de sus padres. Una cifra astronómica, inalcanzable para la mayoría de gennins. Harían falta 40 misiones de rango D, o 20 de rango C, y eso sin contar con los gastos del alquiler del piso, luz, agua, comida… Pasaría un año, siendo generosos, hasta que ahorrase lo suficiente.
“Pero un año es demasiado”
Por eso había decidido viajar a Shinogi-to. Allí conseguiría lo que necesitaba para sacarse un pequeño complemento a su precario salario como shinobi de Takigakure. Pero antes de partir hacia la aventura, tenía que hacer una cosa. Algo ineludible.
Datsue caminaba por las raíces del gran Árbol Sagrado, buscando una zona tranquila. Encontrar algo así era tarea difícil, pues raro era el día en que aquel lugar no estuviese invadido por el sonido de los gritos y el entrechocar de aceros.
A lo lejos, dos jóvenes parecían charlar amistosamente, como si todo aquello de entrenar no fuese con ellos. Datsue se acercó, no porque les interesase, sino porque no parecía haber nadie más cerca.
“Menuda pareja más rara” pensó Datsue al verlos de cerca. Y se quedaba corto. Aquellos chicos eran la definición hecha persona de lo excéntrico. El muchacho, algo mayor que él, tenía la cabellera más larga que había visto en su vida, toda trenzada. Pero la chica no se quedaba atrás, con unas extrañas pinturas dibujadas en el rostro que le hacía parecer un mapache.
“En fin, mientras no me molesten…” se dijo Datsue, subiendo por las raíces y llegando hasta el tronco del árbol.
Una vez allí, posó su frente sobre la corteza y respiró profundamente.
—Ha pasado tiempo, eh… —dijo en voz baja—. He venido a despedirme.
“Pero un año es demasiado”
Por eso había decidido viajar a Shinogi-to. Allí conseguiría lo que necesitaba para sacarse un pequeño complemento a su precario salario como shinobi de Takigakure. Pero antes de partir hacia la aventura, tenía que hacer una cosa. Algo ineludible.
Datsue caminaba por las raíces del gran Árbol Sagrado, buscando una zona tranquila. Encontrar algo así era tarea difícil, pues raro era el día en que aquel lugar no estuviese invadido por el sonido de los gritos y el entrechocar de aceros.
A lo lejos, dos jóvenes parecían charlar amistosamente, como si todo aquello de entrenar no fuese con ellos. Datsue se acercó, no porque les interesase, sino porque no parecía haber nadie más cerca.
“Menuda pareja más rara” pensó Datsue al verlos de cerca. Y se quedaba corto. Aquellos chicos eran la definición hecha persona de lo excéntrico. El muchacho, algo mayor que él, tenía la cabellera más larga que había visto en su vida, toda trenzada. Pero la chica no se quedaba atrás, con unas extrañas pinturas dibujadas en el rostro que le hacía parecer un mapache.
“En fin, mientras no me molesten…” se dijo Datsue, subiendo por las raíces y llegando hasta el tronco del árbol.
Una vez allí, posó su frente sobre la corteza y respiró profundamente.
—Ha pasado tiempo, eh… —dijo en voz baja—. He venido a despedirme.