9/05/2019, 03:45
Urami aún recordaba el cómo Datsue —o al que conoció como Guzen—. rechazó su propuesta, en aquella oscura noche en el Templo del Hierro. En ese instante le resultó inevitable preguntarse a sí misma si su negativaa habría estado fundada en algo más que la responsabilidad de su misión. Fue entonces cuando el nombre de esa chica le llegó a la mente, otra vez, de la cuál había sacado conclusiones respecto a su situación sentimental. Se había hecho ideas en la cabeza, y desde luego, desde aquella noche; había tratado de no ver en Datsue algo más que una carne de cañón de su madre. Otro herrero más del montón.
Pero lo cierto es que siempre se sintió atraída por él. Su misterio le causaba intriga, y, por lo general, era una sensación que no era impera de su persona.
El hecho de que le salvara la vida, y la de toda su familia, había reforzado ese sentimiento. Las memorias, los momentos, las cenas en el Templo. Todo un mes de pequeñas minucias que quedarían en su mente y en su corazón. Era miradas, eran silencios. Nada y todo ocurrió entre ellos, sin quererlo. Sin buscarlo. ¿Qué eran esos leves revuelos en su estómago? ¿porqué se sentía así?
Sonrió.
—Gracias, Datsue, de verdad. Yo... yo no tengo palabras —volteó a ver a su madre—. ¿tú vas a estar bien, sola?
—Sí, hija mía, sí. Soy fuerte, como el hierro. ¿No lo sabes ya, acaso?
Así, se fungieron en un abrazo fraternal. Un abrazo que duraría eternos segundos. Una imagen que despedía el cariño que se tenían, aún y a pesar de sus resquemores. De no tener la relación madre e hija más normal del mundo.
Pero lo cierto es que siempre se sintió atraída por él. Su misterio le causaba intriga, y, por lo general, era una sensación que no era impera de su persona.
El hecho de que le salvara la vida, y la de toda su familia, había reforzado ese sentimiento. Las memorias, los momentos, las cenas en el Templo. Todo un mes de pequeñas minucias que quedarían en su mente y en su corazón. Era miradas, eran silencios. Nada y todo ocurrió entre ellos, sin quererlo. Sin buscarlo. ¿Qué eran esos leves revuelos en su estómago? ¿porqué se sentía así?
Sonrió.
—Gracias, Datsue, de verdad. Yo... yo no tengo palabras —volteó a ver a su madre—. ¿tú vas a estar bien, sola?
—Sí, hija mía, sí. Soy fuerte, como el hierro. ¿No lo sabes ya, acaso?
Así, se fungieron en un abrazo fraternal. Un abrazo que duraría eternos segundos. Una imagen que despedía el cariño que se tenían, aún y a pesar de sus resquemores. De no tener la relación madre e hija más normal del mundo.