28/05/2019, 01:40
Umikiba Kaido decidió, y no pudo ser otra cosa, por supuesto, que su propio destino. Porque había dado ya demasiadas vueltas por tierras áridas y desérticas, tan contrarias a su hábitat natural. Porque lo había pospuesto demasiadas veces. Y, por encima de todo, porque tenía razón: ya era hora de volver a donde pertenecía.
Atrás dejaba a una mujer que había abandonado hacía dos años, conscientemente, en aquella isla de lunáticos por salvarse el pellejo. Ahora la abandonaba por segunda vez, sin siquiera saberlo, y, como reza el dicho: ojos que no ven, corazón que no siente. Jamás le perseguirían por las noches los recuerdos de Togashi Yuuki, y su triste destino.
Qué narices. Probablemente ni le hubiesen perseguido la primera vez. Después de todo, era un Tiburón.
Tras reencontrarse con Daseru, este rodeó la isla y le condujo hasta una gigantesca cueva sumergida en las profundidades del mar. La entrada era de película: la piedra de la cueva era blanca, y por cómo estaban puestas daba la impresión de estar adentrándote en las mismísimas fauces de un gigante marino.
Ya allí, Kaido empezó a ver tiburones por todas partes. Muchos de ellos durmiendo, reposando a contracorriente. Tiburones de diversos tamaños y formas, de lo más variopintos. Tiburones con cabezas que se asemejaban a un martillo. O tan alargados que parecían una auténtica flecha. Tiburones con el dorso azul y blanco en el vientre. Tiburones con un lomo verde azulado con rayas más oscuras, asemejándoles a tigres. Tiburones de dos, tres metros. Y auténticas bestias de ocho o más.
A medida que se fueron adentrando en la cueva, empezaron a ver tiburones algo más despiertos. Kaido notó las miradas de ellos clavadas en su yugular, y no fueron pocos los que se acercaron a interesarse por el curioso invitado que traía Daseru. Él los despachaba diciendo que primero tenían que hablar con la Reina del Océano.
—No te pongas nervioso —le dijo, en voz baja—. Y si lo haces, que no se note.
Ese fue todo el consejo que recibió antes de enfrentarse a su destino.
Kaido tardó en verla, pero supo que era ella al instante. Estaba rodeada por muchos. Muchos tiburones que nadaban a su alrededor, como si para acceder a ella antes tuvieses que atravesar varios anillos de dientes enfurecidos. Un anillo estaba formado por al menos media docena de tiburones, y nadaban en el sentido del reloj. El siguiente, formado por unos pocos menos, en dirección contraria. Y así hasta que solo quedaban dos.
Era curioso, a medida que los anillos se iban acercando a la Reina, los tiburones que lo conformaban eran más y más grandes. Pero uno de los dos tiburones que estaba más cerca de ella era condenadamente raquítico en comparación. Un metro y medio, a lo mucho. Muy alargado, con dos aletas situadas bastante atrás en comparación a lo general y con unos ojos que a Kaido le recordaban a los de un gato.
Cuando Daseru pidió ver a la Reina, los anillos se abrieron y los tiburones formaron dos auténticas murallas enfrentadas, que parecían dar la forma de un pasillo. Daseru y Kaido tuvieron que internarse por éste, con decenas de miradas sobre ellos. Dos tiburones —el tiburón con ojos de gato y otro mucho más grueso, con un lomo color verduzco y al menos diez metros de envergadura—, se pusieron al frente, custodiando a su reina.
Aunque, viéndola, no parecía necesitar de mucha protección, precisamente.
Y es que, ¿quién era la Reina del Océano? ¿Cómo era? Cabe decir que cada diente suyo era más grande que el cuerpo de Kaido. Eso para empezar. Y para seguir, había que precisar que uno perdía la cuenta si quería contarle los dientes. Porque tenía a porrones, y cuando uno creía llegar al final, justo se daba cuenta que detrás, tenía más. Así era, contaba con tres hileras de dientes, todos en forma triangular, aserrados y perfectamente alineados. Una máquina perfecta de aferrar, cortar y triturar.
Y claro, cuando uno dejaba de prestar atención a sus hipnóticos dientes, se fijaba en el resto. Y el resto era jodidamente enorme. Medía al menos veinte metros de largo, con el morro algo alargado, en forma de cono, y una larga cicatriz zigzagueando de arriba abajo. Su boca era un arco, en una eterna sonrisa sangrienta, y sus ojos, la única cosa pequeña que se le podía achacar. Totalmente negros. Sus orificios nasales eran particularmente estrechos, como hendiduras. A los costados contaba con dos aletas pectorales gigantescas, y otras dos más atrás, cerca de la cola, aunque estas mucho más pequeñas. Y otras dos más, incluso más pequeñas que las últimas, cerca de la cola.
Qué decir de la aleta dorsal. Le faltaba un trozo, como si un gigante marino le hubiese dado un bocado y le hubiese arrancado una gran porción. Pero, aún así, era inconfundible. Demasiado característica como para no reconocerla. Oh, sí, querido lector. La Reina del Océano pertenecía, efectivamente, y como no podía ser de otra manera, al clan de los tiburones blancos.
—¡Daseru! ¡Qué alegría verte! —Cuando la Reina hablaba, el agua que había a su alrededor vibraba. Literalmente. De hecho, de estar en la costa, sus solos movimientos hubiesen creado auténticas olas—. ¿Y quién es ese pezqueñín que me traes ahí?
Atrás dejaba a una mujer que había abandonado hacía dos años, conscientemente, en aquella isla de lunáticos por salvarse el pellejo. Ahora la abandonaba por segunda vez, sin siquiera saberlo, y, como reza el dicho: ojos que no ven, corazón que no siente. Jamás le perseguirían por las noches los recuerdos de Togashi Yuuki, y su triste destino.
Qué narices. Probablemente ni le hubiesen perseguido la primera vez. Después de todo, era un Tiburón.
Tras reencontrarse con Daseru, este rodeó la isla y le condujo hasta una gigantesca cueva sumergida en las profundidades del mar. La entrada era de película: la piedra de la cueva era blanca, y por cómo estaban puestas daba la impresión de estar adentrándote en las mismísimas fauces de un gigante marino.
Ya allí, Kaido empezó a ver tiburones por todas partes. Muchos de ellos durmiendo, reposando a contracorriente. Tiburones de diversos tamaños y formas, de lo más variopintos. Tiburones con cabezas que se asemejaban a un martillo. O tan alargados que parecían una auténtica flecha. Tiburones con el dorso azul y blanco en el vientre. Tiburones con un lomo verde azulado con rayas más oscuras, asemejándoles a tigres. Tiburones de dos, tres metros. Y auténticas bestias de ocho o más.
A medida que se fueron adentrando en la cueva, empezaron a ver tiburones algo más despiertos. Kaido notó las miradas de ellos clavadas en su yugular, y no fueron pocos los que se acercaron a interesarse por el curioso invitado que traía Daseru. Él los despachaba diciendo que primero tenían que hablar con la Reina del Océano.
—No te pongas nervioso —le dijo, en voz baja—. Y si lo haces, que no se note.
Ese fue todo el consejo que recibió antes de enfrentarse a su destino.
Kaido tardó en verla, pero supo que era ella al instante. Estaba rodeada por muchos. Muchos tiburones que nadaban a su alrededor, como si para acceder a ella antes tuvieses que atravesar varios anillos de dientes enfurecidos. Un anillo estaba formado por al menos media docena de tiburones, y nadaban en el sentido del reloj. El siguiente, formado por unos pocos menos, en dirección contraria. Y así hasta que solo quedaban dos.
Era curioso, a medida que los anillos se iban acercando a la Reina, los tiburones que lo conformaban eran más y más grandes. Pero uno de los dos tiburones que estaba más cerca de ella era condenadamente raquítico en comparación. Un metro y medio, a lo mucho. Muy alargado, con dos aletas situadas bastante atrás en comparación a lo general y con unos ojos que a Kaido le recordaban a los de un gato.
Cuando Daseru pidió ver a la Reina, los anillos se abrieron y los tiburones formaron dos auténticas murallas enfrentadas, que parecían dar la forma de un pasillo. Daseru y Kaido tuvieron que internarse por éste, con decenas de miradas sobre ellos. Dos tiburones —el tiburón con ojos de gato y otro mucho más grueso, con un lomo color verduzco y al menos diez metros de envergadura—, se pusieron al frente, custodiando a su reina.
Aunque, viéndola, no parecía necesitar de mucha protección, precisamente.
Y es que, ¿quién era la Reina del Océano? ¿Cómo era? Cabe decir que cada diente suyo era más grande que el cuerpo de Kaido. Eso para empezar. Y para seguir, había que precisar que uno perdía la cuenta si quería contarle los dientes. Porque tenía a porrones, y cuando uno creía llegar al final, justo se daba cuenta que detrás, tenía más. Así era, contaba con tres hileras de dientes, todos en forma triangular, aserrados y perfectamente alineados. Una máquina perfecta de aferrar, cortar y triturar.
Y claro, cuando uno dejaba de prestar atención a sus hipnóticos dientes, se fijaba en el resto. Y el resto era jodidamente enorme. Medía al menos veinte metros de largo, con el morro algo alargado, en forma de cono, y una larga cicatriz zigzagueando de arriba abajo. Su boca era un arco, en una eterna sonrisa sangrienta, y sus ojos, la única cosa pequeña que se le podía achacar. Totalmente negros. Sus orificios nasales eran particularmente estrechos, como hendiduras. A los costados contaba con dos aletas pectorales gigantescas, y otras dos más atrás, cerca de la cola, aunque estas mucho más pequeñas. Y otras dos más, incluso más pequeñas que las últimas, cerca de la cola.
Qué decir de la aleta dorsal. Le faltaba un trozo, como si un gigante marino le hubiese dado un bocado y le hubiese arrancado una gran porción. Pero, aún así, era inconfundible. Demasiado característica como para no reconocerla. Oh, sí, querido lector. La Reina del Océano pertenecía, efectivamente, y como no podía ser de otra manera, al clan de los tiburones blancos.
—¡Daseru! ¡Qué alegría verte! —Cuando la Reina hablaba, el agua que había a su alrededor vibraba. Literalmente. De hecho, de estar en la costa, sus solos movimientos hubiesen creado auténticas olas—. ¿Y quién es ese pezqueñín que me traes ahí?
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado