29/05/2019, 21:34
Incapaz de saber que los murmullos fantasmagóricos que se avecinaban durante su caminata hacia el muelle pertenecían a una vieja conocida, Kaido superpuso sus propios intereses ante cualquier recuerdo ajeno a sus aventuras en la Isla Monotonía. El mar le abrazó entonces nuevamente, y junto a Daseru, su nuevo camarada; se embarcaron nuevamente hasta las profundidades del océano.
Ambos circunvalaron la isla y llegaron finalmente hasta el santo grial. Una cueva sumergida de proporciones enormes cuya entrada —de aspecto pedrusco con la silueta de una enorme fauce que se dirigía a las mismas entrañas de la Reina—. se vio de pronto custodiada por, como no podía ser de otra forma; cientos y cientos de tiburones. Tantos que no podía contarlos echando tan solo una mirada. Kaido quedó maravillado no sólo por la variedad de especies que se encontraban dormitando en mancomunidad, salvaguardadas por la contracorriente que les permitía mantenerse en un nado continuo aún y estando en sopor, sino también por el sentido de pertenencia que irradiaban todos y cada uno de ellos. Siempre existió el mito de que los tiburones eran seres solitarios, pero nunca supuso que en una familia animal tendría que ser, desde luego, diferente.
Con los ojos brillosos, llenos de vida, el escualo nadó entre ellos como si les conociese de toda la vida. Sin miedo. Sin temor. Muchos pensarían que el gyojin se iba a ver superado por los centenares de dientes que en cualquier momento podrían tratar de devorarlo, pero lo cierto es que, en ese momento, estaba encantado. La adrenalina, bombeándole el corazón a mil por hora. En su rostro, una sonrisa reveladora. Una felicidad genuina. Fue entonces cuando no pudo evitar recordar a Shaneji.
«Gracias. En donde quiera que estés»
Finalmente, dieron con dos amplios anillos de seguridad con numerosos escualos nadando en direcciones contrarias, rodeándola . Era ella, un enorme ser de pura carne y dientes que probablemente no necesitaba protección. No obstante, su séquito de tiburones la protegía en un cordón de seguridad que sólo se abrió ante su paso cuando Daseru así lo pidió. Un gran puñado de miradas furtivas —Kaido pensó que así debía sentirse una foca cuando el Tiburón va a la caza—. Se ciñeron sobre ellos con cada nado. Con cada abrazada. Cada vez eran más grandes.
Hasta que dieron con sólo dos. Sus más allegados, supuso el gyojin.
Allí, de cerca, Kaido acabó contemplando la magnanimidad de la Reina del Océano. Hasta sus dientes eran más grandes que él. ¿Su cuerpo? veinte metros lineales que se antojaban lejanos hasta la cola. A la dorsal le faltaba un trozo, y otro par de cicatrices daban veracidad de que allí en el mar no había nadie que pudiera rivalizar con ella. Absolutamente nadie.
La voz de la Reina creó un enorme estruendo, allí en la cueva. Kaido se encontró entonces en el centro de atención, al ser increpado de forma directa. No pudo evitar mirar a su alrededor para tratar de calcular cuántas fauces tendría que evitar en caso de que no se le considerara digno y tuviera que salir cagando leches hasta la superficie, pero pronto se convenció de que, si ese era el resultado, ya podía considerarse un hombre-pez muerto. No tenia caso pensar que podría deshacerse de cientos de tiburones leales. Mucho menos escapar de ella. De...
No sabía su nombre, pero tenía La impresión de que, una vez lo escuchase, no lo olvidaría nunca.
—Umikiba Kaido —dijo, haciendo una burda reverencia. Sonreía, kaido sonreía. Quizás sus dientes no eran tan grandes, pero su ferocidad debía ser incuestionable—. un Umi no Shisoku.
Ambos circunvalaron la isla y llegaron finalmente hasta el santo grial. Una cueva sumergida de proporciones enormes cuya entrada —de aspecto pedrusco con la silueta de una enorme fauce que se dirigía a las mismas entrañas de la Reina—. se vio de pronto custodiada por, como no podía ser de otra forma; cientos y cientos de tiburones. Tantos que no podía contarlos echando tan solo una mirada. Kaido quedó maravillado no sólo por la variedad de especies que se encontraban dormitando en mancomunidad, salvaguardadas por la contracorriente que les permitía mantenerse en un nado continuo aún y estando en sopor, sino también por el sentido de pertenencia que irradiaban todos y cada uno de ellos. Siempre existió el mito de que los tiburones eran seres solitarios, pero nunca supuso que en una familia animal tendría que ser, desde luego, diferente.
Con los ojos brillosos, llenos de vida, el escualo nadó entre ellos como si les conociese de toda la vida. Sin miedo. Sin temor. Muchos pensarían que el gyojin se iba a ver superado por los centenares de dientes que en cualquier momento podrían tratar de devorarlo, pero lo cierto es que, en ese momento, estaba encantado. La adrenalina, bombeándole el corazón a mil por hora. En su rostro, una sonrisa reveladora. Una felicidad genuina. Fue entonces cuando no pudo evitar recordar a Shaneji.
«Gracias. En donde quiera que estés»
Finalmente, dieron con dos amplios anillos de seguridad con numerosos escualos nadando en direcciones contrarias, rodeándola . Era ella, un enorme ser de pura carne y dientes que probablemente no necesitaba protección. No obstante, su séquito de tiburones la protegía en un cordón de seguridad que sólo se abrió ante su paso cuando Daseru así lo pidió. Un gran puñado de miradas furtivas —Kaido pensó que así debía sentirse una foca cuando el Tiburón va a la caza—. Se ciñeron sobre ellos con cada nado. Con cada abrazada. Cada vez eran más grandes.
Hasta que dieron con sólo dos. Sus más allegados, supuso el gyojin.
Allí, de cerca, Kaido acabó contemplando la magnanimidad de la Reina del Océano. Hasta sus dientes eran más grandes que él. ¿Su cuerpo? veinte metros lineales que se antojaban lejanos hasta la cola. A la dorsal le faltaba un trozo, y otro par de cicatrices daban veracidad de que allí en el mar no había nadie que pudiera rivalizar con ella. Absolutamente nadie.
La voz de la Reina creó un enorme estruendo, allí en la cueva. Kaido se encontró entonces en el centro de atención, al ser increpado de forma directa. No pudo evitar mirar a su alrededor para tratar de calcular cuántas fauces tendría que evitar en caso de que no se le considerara digno y tuviera que salir cagando leches hasta la superficie, pero pronto se convenció de que, si ese era el resultado, ya podía considerarse un hombre-pez muerto. No tenia caso pensar que podría deshacerse de cientos de tiburones leales. Mucho menos escapar de ella. De...
No sabía su nombre, pero tenía La impresión de que, una vez lo escuchase, no lo olvidaría nunca.
—Umikiba Kaido —dijo, haciendo una burda reverencia. Sonreía, kaido sonreía. Quizás sus dientes no eran tan grandes, pero su ferocidad debía ser incuestionable—. un Umi no Shisoku.