9/11/2015, 00:36
La falta de sueño en los últimos días estaba comenzando a hacer mella en su cuerpo. Lo sentía en su debilitado cuerpo y en su incapacidad para concentrarse durante demasiado tiempo antes de dejar a su mente divagar por lo confines del subconsciente. Pero sobre todo lo sentía en la mirada de la gente que pasaba junto a ella y le dirigía una discreta pero lastimera mirada. Ayame sabía lo que veían en ella, pues ella misma lo veía cada mañana al contemplar su reflejo. Veían a una muchacha paliducha y frágil, como una flor antes exuberante de lozanía y ahora marchita. Veían unos ojos apagados, rodeados de gruesas ojeras que serían la envidia del antifaz de un mapache.
«Malditas pesadillas... ¿Por qué no me dejan en paz?» La estaban consumiendo con cada noche que pasaba, y Ayame había comenzado a temer la llegada del final del día.
En aquella ocasión era ella quien huía del colosal monstruo. Sin embargo, por más que corriera, la bestia se acercaba a ella con lentas pero inexorables zancadas. Ni siquiera había sido capaz de despistar su atención, por muchas esquinas que girara. Sus ojos estaban clavados en ella, y estaba dispuesta a darle caza...
Ayame sacudió por enésima vez la cabeza y se arrebujó en la cálida capa de viaje que llevaba para protegerse del frío invernal, tratando de apartar aquellos angustiosos recuerdos. Por muchas vueltas que le diera, nunca le había encontrado sentido ni razón a sus sueños. Y no lo iba a hacer ahora.
Por eso centró su atención en un chico que acababa de llegar al puente. En cualquier otro momento podría haber pasado desapercibido entre los grupitos de personas que iban y venían de un lado al otro del puente a intervalos regulares, pero cuando comenzó a montar una improvisada mesa con algunos tablones como única herramienta, captó toda su atención. Era un muchacho algo más pequeño que ella, de cabellos oscuros recogidos en lo alto de su cabeza con un simple moño y dos curiosas trenzas enmarcando ambos lados de su aniñado rostro.
«¿Qué es eso?»
Sobre el tablón, el niño había colocado lo que parecía ser una maceta con una rosa, un frasco con un líquido transparente en su interior y una extraña figura cuyos rasgos no llegaba a distinguir.
—¡Señoras, señores! ¡Vengan y vean las maravillas de Takigakure! —gritó a pleno pulmón—. ¡Agua proveniente del mismísimo Río de la Cascada recogida en Año Nuevo! ¡Una flor arrancada del Árbol Ságrado! —continuó, señalando la maceta—. ¡Y una figura del Baku tallada con la madera del Árbol Ságrado! ¡Todos con propiedades mágicas únicas e irrepetibles! ¡No dejen pasar esta oportunidad!
Aquellas fueron las palabras mágicas que terminaron por prender la curiosidad de Ayame. Con un ligero movimiento, saltó de la barandilla en la que había estado sentada hasta el momento y se acercó con cierto titubeo al chiquillo.
—Disculpa... ¿Has dicho que son tesoros de Takigakure?
«Malditas pesadillas... ¿Por qué no me dejan en paz?» La estaban consumiendo con cada noche que pasaba, y Ayame había comenzado a temer la llegada del final del día.
En aquella ocasión era ella quien huía del colosal monstruo. Sin embargo, por más que corriera, la bestia se acercaba a ella con lentas pero inexorables zancadas. Ni siquiera había sido capaz de despistar su atención, por muchas esquinas que girara. Sus ojos estaban clavados en ella, y estaba dispuesta a darle caza...
Ayame sacudió por enésima vez la cabeza y se arrebujó en la cálida capa de viaje que llevaba para protegerse del frío invernal, tratando de apartar aquellos angustiosos recuerdos. Por muchas vueltas que le diera, nunca le había encontrado sentido ni razón a sus sueños. Y no lo iba a hacer ahora.
Por eso centró su atención en un chico que acababa de llegar al puente. En cualquier otro momento podría haber pasado desapercibido entre los grupitos de personas que iban y venían de un lado al otro del puente a intervalos regulares, pero cuando comenzó a montar una improvisada mesa con algunos tablones como única herramienta, captó toda su atención. Era un muchacho algo más pequeño que ella, de cabellos oscuros recogidos en lo alto de su cabeza con un simple moño y dos curiosas trenzas enmarcando ambos lados de su aniñado rostro.
«¿Qué es eso?»
Sobre el tablón, el niño había colocado lo que parecía ser una maceta con una rosa, un frasco con un líquido transparente en su interior y una extraña figura cuyos rasgos no llegaba a distinguir.
—¡Señoras, señores! ¡Vengan y vean las maravillas de Takigakure! —gritó a pleno pulmón—. ¡Agua proveniente del mismísimo Río de la Cascada recogida en Año Nuevo! ¡Una flor arrancada del Árbol Ságrado! —continuó, señalando la maceta—. ¡Y una figura del Baku tallada con la madera del Árbol Ságrado! ¡Todos con propiedades mágicas únicas e irrepetibles! ¡No dejen pasar esta oportunidad!
Aquellas fueron las palabras mágicas que terminaron por prender la curiosidad de Ayame. Con un ligero movimiento, saltó de la barandilla en la que había estado sentada hasta el momento y se acercó con cierto titubeo al chiquillo.
—Disculpa... ¿Has dicho que son tesoros de Takigakure?