11/11/2015, 00:41
Hacía frío, mucho frío. Más de lo que había soportado nunca en su cálida Takigakure. Las ráfagas de viento le cortaban el aliento y le encogían el pecho, y los escasos copos de nieve que caían del cielo, ridículos en apariencia, habían terminado por empapar su túnica y traspasar su yukata.
Sus pies sufrían la peor parte, y quizá por ello ya no los sentía, dejándose abrazar por el gélido frío a cada paso que daba al hundirse en la nieve. Sus manos, en cambio, se abrían y cerraban con extrema lentitud, negándose a quedarse dormidas. Sus ojos tampoco permanecían quietos, buscando un indicio, alguna señal que le ayudase a encontrar un lugar bajo el que resguardarse y encender un fuego.
“¡¿Es que no hay un puto pueblo en kilómetros a la redonda?!” se maldecía Datsue, totalmente perdido. Sólo sabía que caminaba hacia el este, hacia Shinogi-to. O, al menos, eso esperaba. Se había perdido tantas veces que había terminado por admitir que su capacidad de orientación era nefasta, y eso siendo generoso.
A lo lejos, un puente empezó a tomar forma en su visión. Un largo puente que atravesaba de lado a lado el extremo de dos acantilados. Un signo de civilización, el primero que había visto en horas. Esbozó una sonrisa, y se le ensanchó todavía más al ver un cartel junto al puente:
“Skikarawa, a 3 km”.
Datsue sonrió: estaba salvado. Se llevó las manos a la cara y trató de calentarlas con el aliento, mientras llegaba hasta el puente. Entonces, su tripa rugió.
—Aguanta un poco más —se dijo mientras se palmeaba el estómago—. Sólo un poco más.
Se escuchó un nuevo rugido, más ronco y profundo. Provenía de un estómago famélico, vacío. Era el suyo, sin duda, pues no había nadie más cerca en kilómetros a la…
—¡Jo-der! —soltó Datsue al darse media vuelta.
Al principio sólo vio sus ojos, gélidos como la escarcha. Luego se fijó en sus fauces, en sus poderosos colmillos y, finalmente, en sus mortíferas garras, que acariciaban la nieve como una madre a su bebé.
Era un leopardo de las nieves.
El vaho de su aliento se expulsó por última vez, antes de que dejase de respirar. Sus músculos terminaron por congelarse y su mente trazó a toda velocidad el mejor plan para salvarse de semejante aprieto.
El leopardo, con el instinto de un cazador experimentado, no volvió a rugir, ni mostró indicio alguno de su inminente ataque. Pero, tras pestañear, la bestia ya estaba sobre él. Datsue cayó al suelo y kilos y kilos de carne y músculo se cernieron sobre él. La boca de la criatura se cerró sobre su brazo derecho como haría una trampa, de forma cruel e inesperada.
—¡Augh! —Ahora era Datsue quien rugía, mientras trataba de zafarse del agarre con su mano libre.
Tras unos momentos de forcejeo, los ojos rojos por el sharingan vieron asomar la duda en los cristalinos iris del leopardo. ¿Qué se sentía al morder una piedra? Datsue no lo sabía, pero parecía que aquel animal lo acababa de averiguar.
—¡Suéltame, estúpido! —gritó—. ¡¿No ves que no soy comestible?!
Sus pies sufrían la peor parte, y quizá por ello ya no los sentía, dejándose abrazar por el gélido frío a cada paso que daba al hundirse en la nieve. Sus manos, en cambio, se abrían y cerraban con extrema lentitud, negándose a quedarse dormidas. Sus ojos tampoco permanecían quietos, buscando un indicio, alguna señal que le ayudase a encontrar un lugar bajo el que resguardarse y encender un fuego.
“¡¿Es que no hay un puto pueblo en kilómetros a la redonda?!” se maldecía Datsue, totalmente perdido. Sólo sabía que caminaba hacia el este, hacia Shinogi-to. O, al menos, eso esperaba. Se había perdido tantas veces que había terminado por admitir que su capacidad de orientación era nefasta, y eso siendo generoso.
A lo lejos, un puente empezó a tomar forma en su visión. Un largo puente que atravesaba de lado a lado el extremo de dos acantilados. Un signo de civilización, el primero que había visto en horas. Esbozó una sonrisa, y se le ensanchó todavía más al ver un cartel junto al puente:
“Skikarawa, a 3 km”.
Datsue sonrió: estaba salvado. Se llevó las manos a la cara y trató de calentarlas con el aliento, mientras llegaba hasta el puente. Entonces, su tripa rugió.
—Aguanta un poco más —se dijo mientras se palmeaba el estómago—. Sólo un poco más.
Se escuchó un nuevo rugido, más ronco y profundo. Provenía de un estómago famélico, vacío. Era el suyo, sin duda, pues no había nadie más cerca en kilómetros a la…
—¡Jo-der! —soltó Datsue al darse media vuelta.
Al principio sólo vio sus ojos, gélidos como la escarcha. Luego se fijó en sus fauces, en sus poderosos colmillos y, finalmente, en sus mortíferas garras, que acariciaban la nieve como una madre a su bebé.
Era un leopardo de las nieves.
El vaho de su aliento se expulsó por última vez, antes de que dejase de respirar. Sus músculos terminaron por congelarse y su mente trazó a toda velocidad el mejor plan para salvarse de semejante aprieto.
El leopardo, con el instinto de un cazador experimentado, no volvió a rugir, ni mostró indicio alguno de su inminente ataque. Pero, tras pestañear, la bestia ya estaba sobre él. Datsue cayó al suelo y kilos y kilos de carne y músculo se cernieron sobre él. La boca de la criatura se cerró sobre su brazo derecho como haría una trampa, de forma cruel e inesperada.
—¡Augh! —Ahora era Datsue quien rugía, mientras trataba de zafarse del agarre con su mano libre.
Tras unos momentos de forcejeo, los ojos rojos por el sharingan vieron asomar la duda en los cristalinos iris del leopardo. ¿Qué se sentía al morder una piedra? Datsue no lo sabía, pero parecía que aquel animal lo acababa de averiguar.
—¡Suéltame, estúpido! —gritó—. ¡¿No ves que no soy comestible?!