20/06/2019, 22:45
El gran hombretón no titubeó, y terminó por darle la mano a Etsu en una aparentemente cordial despedida. Aclaró que los estaría esperando de vuelta, y les deseó suerte en lo que éstos salían de su propiedad. De su caseta realmente, pues seguramente gran parte del terreno circundante a ésta también le pertenecería.
Una vez fuera, el Inuzuka se acercó hasta Rao para preguntarle qué hacer con sus pertenencias, y éste respondió que era mejor idea esconderlas. Sin demora alguna, el chico se acercó a la parte trasera del carro y tomó sus pertenencias, hechas un ovillo con su capa de viaje. Con las mismas, tomó camino junto a Rao, y por supuesto junto a Akane. El can continuó con las mismas, sin dar apenas muestra de su existencia, callado como una monja en un convento, y separado por un par de metros atrás del dúo. Pasada una distancia prudencial de la caseta del gordo, el Inuzuka le daría las pertenencias a Akane, y sería éste quien se encargaría de enterrarlas en mitad de la nada. Tras enterrar las pertenencias, marcaría el territorio en un árbol cercano.
Para cuando quisieran recuperar las pertenencias del rastas, tan solo tendrían que usar ese extraordinario olfato que les caracterizaba. Era sencillo, aunque de todas formas, el can tenía una mente prodigiosa... seguramente podría hasta recordar a la perfección el lugar exacto donde lo había enterrado todo.
No tardaron demasiado en llegar hasta la paralela de la que los Cuatro solían aprovecharse, y a lo lejos pudieron ver a los obreros trabajando en la reconstrucción del puente. Todo parecía normal, no se podía ver nada que destacase en la armonía que se vivía entre golpes de martillo y serruchos cortando. Aunque el rostro de Rao no hacía mas que derrochar resentimiento hacia el lugar. No tardó demasiado —cruzar hasta el sendero— en recriminar que debían haber controles fronterizos, y que de hecho Wagu era uno de éstos. Al parecer todos sucumbieron ante los Cuatro, y terminaron dejando pasar las mercancías de éstos sin ton ni son.
—Entiendo... si que es desastrosa la situación...
Poco mas tarde, cuando el sol estaba en lo más alto del infinito celeste, avistaron un pueblo a lo lejos. Rao informó al Inuzuka de que se quedaría en su casa, aunque debería ser él mismo quien se costease la comida, pues su presupuesto ya se había evaporado. De la vergüenza, hasta terminó por bajar la cabeza.
—¡No te preocupes por eso, Rao! —animó al hombre, asistiéndole con una leve palmada en la espalda —Akane y yo daremos una vuelta por el pueblo dentro de un rato, y compraremos algo de comer para unos cuantos días. Aunque seguramente ésto lo arreglemos en mucho menos... jajajaja.
Conforme se fueron acercando al pueblo, el Inuzuka pudo ver con sus propios ojos de la situación que hablaba Rao. La mayoría de casas estaban en las últimas, la gente vestía ropas andrajosas, y las aves corrían de un lado a otro casi en la misma calidad de vida que las personas. La situación era realmente difícil, pero sobrevivían como podían. Continuaron su camino adentrándose en ese pueblo alejado de la mano de dios, hasta que toparon con una casa un tanto mas mantenida que el resto. Frente a ella, Rao apoyó sus manos sobre la cintura, y confesó orgulloso que habían llegado.
—Genial —sentenció, con una sonrisa entre dientes.
Una vez fuera, el Inuzuka se acercó hasta Rao para preguntarle qué hacer con sus pertenencias, y éste respondió que era mejor idea esconderlas. Sin demora alguna, el chico se acercó a la parte trasera del carro y tomó sus pertenencias, hechas un ovillo con su capa de viaje. Con las mismas, tomó camino junto a Rao, y por supuesto junto a Akane. El can continuó con las mismas, sin dar apenas muestra de su existencia, callado como una monja en un convento, y separado por un par de metros atrás del dúo. Pasada una distancia prudencial de la caseta del gordo, el Inuzuka le daría las pertenencias a Akane, y sería éste quien se encargaría de enterrarlas en mitad de la nada. Tras enterrar las pertenencias, marcaría el territorio en un árbol cercano.
Para cuando quisieran recuperar las pertenencias del rastas, tan solo tendrían que usar ese extraordinario olfato que les caracterizaba. Era sencillo, aunque de todas formas, el can tenía una mente prodigiosa... seguramente podría hasta recordar a la perfección el lugar exacto donde lo había enterrado todo.
No tardaron demasiado en llegar hasta la paralela de la que los Cuatro solían aprovecharse, y a lo lejos pudieron ver a los obreros trabajando en la reconstrucción del puente. Todo parecía normal, no se podía ver nada que destacase en la armonía que se vivía entre golpes de martillo y serruchos cortando. Aunque el rostro de Rao no hacía mas que derrochar resentimiento hacia el lugar. No tardó demasiado —cruzar hasta el sendero— en recriminar que debían haber controles fronterizos, y que de hecho Wagu era uno de éstos. Al parecer todos sucumbieron ante los Cuatro, y terminaron dejando pasar las mercancías de éstos sin ton ni son.
—Entiendo... si que es desastrosa la situación...
Poco mas tarde, cuando el sol estaba en lo más alto del infinito celeste, avistaron un pueblo a lo lejos. Rao informó al Inuzuka de que se quedaría en su casa, aunque debería ser él mismo quien se costease la comida, pues su presupuesto ya se había evaporado. De la vergüenza, hasta terminó por bajar la cabeza.
—¡No te preocupes por eso, Rao! —animó al hombre, asistiéndole con una leve palmada en la espalda —Akane y yo daremos una vuelta por el pueblo dentro de un rato, y compraremos algo de comer para unos cuantos días. Aunque seguramente ésto lo arreglemos en mucho menos... jajajaja.
Conforme se fueron acercando al pueblo, el Inuzuka pudo ver con sus propios ojos de la situación que hablaba Rao. La mayoría de casas estaban en las últimas, la gente vestía ropas andrajosas, y las aves corrían de un lado a otro casi en la misma calidad de vida que las personas. La situación era realmente difícil, pero sobrevivían como podían. Continuaron su camino adentrándose en ese pueblo alejado de la mano de dios, hasta que toparon con una casa un tanto mas mantenida que el resto. Frente a ella, Rao apoyó sus manos sobre la cintura, y confesó orgulloso que habían llegado.
—Genial —sentenció, con una sonrisa entre dientes.
~ No muerdas lo que no piensas comerte ~