1/07/2019, 19:01
(Última modificación: 3/07/2019, 21:53 por Aotsuki Ayame. Editado 4 veces en total.)
En algún momento del verano del año 212...
El carro se detuvo con un último traqueteo y el relincho del caballo puso fin a tan largo trayecto. El hombre que lo conducía, un muchacho larguirucho y nervioso como un ratón, bajó de un salto y abrió la puerta del compartimento.
—¡Ya hemos llegado, señores! ¡Espero que hayan tenido un agradable viaje! —exclamó a viva voz, al tiempo que torcía el cuerpo en una destacada reverencia que casi le hizo tocar el suelo con la nariz.
Desde dentro, un hosco gruñido respondió a tan afable bienvenida. Una mano, pálida y de dedos largos, se apoyó en el marco del carro antes de asomar el resto del cuerpo. Un hombre alto, de gesto tan duro como sus afilados ojos de color aguamarina y vestido con una camiseta de manga corta de color gris y pantalones largos igual de sobrios, fue el primero en salir.
—Kōri, ayúdame con las maletas —ordenó, y su voz era tan acerada como su propia mirada.
—Sí, padre —respondió alguien desde el interior del carro, antes de salir detrás de su progenitor. Cualquiera podría haberlo confundido con un destello blanco, y no habría estado demasiado alejado de la realidad. Todo en Kōri era blanco, desde su piel albina, hasta sus cabellos como la nieve. Ni siquiera había llegado a la mayoría de edad, pero había cierta madurez en su mirada fría como el hielo absolutamente inusual en alguien tan joven como él.
—¡Oh, permítame que le ayude, señor!
—No habrá más propinas —espetó, sin ningún tipo de reparo—. Podemos encargarnos nosotros mismos. Vamos, Ayame, sal de una vez.
La última en salir fue una niña de cabellos negros que le caían por encima de los hombros, pero se vio obligada a entrecerrar los ojos con gesto dolorido cuando la luz del sol acuchilló sin piedad sus pupilas. Aquella chiquilla de diez años, que había nacido en Amegakure y rara vez había salido de su tierra natal, no estaba nada acostumbrada a no tener un cielo nublado por encima de su cabeza. Cuando se vio cegada por la repentina luz del Sol. Con cierta timidez pero llena de curiosidad, la chiquilla ajustó la banda de tela con la que cubría su frente y miró a su alrededor mientras su padre y su hermano cargaban con las maletas.
—No llueve... —comentó en voz alta, sorprendida—. ¿Es una mala señal?
—Aquí no.
Ayame se volvió hacia su padre, sorprendida, y de un par de zancadas se puso a su altura. Kōri les seguía en silencio.
—¿Pero por qué en Amegakure sí es una mala señal y aquí no? —preguntó.
—Porque Amenokami no llega hasta aquí, estamos en el País del Rayo.
Ayame se quedó un momento en silencio.
—¿Entonces aquí vive Raijin? ¿El dios de los truenos? ¡No me gustan los truenos!
¡PLOC!
Un golpecito con los nudillos en la coronilla, y la muchacha se calló con un gemido de dolor.
—¡Anda, deja de decir gilipolleces y presta atención! No te vayas a caer.
Ayame infló los carrillos, pero no protestó. Siguieron caminando junto al borde de un escarpado acantilado que se alzaba decenas de metros por encima de un mar embravecido que embestía una y otra vez, sin descanso, contra las rocas. Más adelante, una serie de cabañas de madera se alzaban sobre los acantilados, y una escalera tallada en la misma piedra descendía por aquella misma caída hasta una cala de arenas blancas donde el mar estaba mucho más tranquilo que en las zonas colindantes.
—¡Ah, esa es la nuestra! —exclamó Ayame, llena de felicidad y energía.
—¡Ten cuidado, no te vayas a caer! —bramó Zetsuo, cuando la chiquilla echó a correr en dirección a la casita—. Esta niña...
Los dos Aotsuki llegaron poco después. Kōri entró directamente para dejar la maleta, pero Zetsuo se limitó a posarla momentáneamente en el suelo y estirar la espalda, disfrutando del momento como hacía mucho que no lo hacía. Desde luego, las últimas semanas en el hospital antes de coger las vacaciones de verano habían sido especialmente estresantes.
—Ah... Al fin un poco de calma...
Claro que nadie se había dado cuenta de que Ayame se había metido en la cabaña que no tocaba...