22/08/2019, 17:40
(Última modificación: 22/08/2019, 17:40 por Aotsuki Ayame.)
—Da igual, Zetsuo, entre tú y yo podremos encontrarlos —dijo Kiroe, apremiándole a empezar cuanto antes la búsqueda—. Deberíamos ir a revisar la playa. Quizás con tus águilas los encontremos.
Zetsuo suspiró.
—Tienes razón, vamos a ver en qué se han metido estos mocosos ahora —resopló, al tiempo que salía de la cabaña y cerraba la puerta tras de sí. No le preocupaba Kōri, sabía que su primogénito era un muchacho capaz y un diestro shinobi. Pero Ayame, la pequeña Ayame, era otro cantar. Pequeña, infantil, siempre metiendo las narices donde no debía. Y si al menos fuera tan habilidosa como su hermano... pero no lo era, más bien al contrario. Y las notas de la Academia así lo testificaban.
Zetsuo y Kiroe descendieron el acantilado entre zancadas el acantilado que les conduciría a las playas. Les habían prometido una cala de aguas tranquilas y apacibles, pero lo que los dos adultos vieron en aquellos instantes fue la viva representación de por qué a aquella zona se le llamaba Las Costas de las Olas Rompientes. El mar había entrado en cólera, envalentonado por unas nubes, oscuras como el tizón que comenzaban a arremolinarse sobre sus cabezas. Y ambos conocían aquellos fenómenos muy bien: se acercaba una tormenta.
—Ni rastro de ellos —confirmó Kiroe, mirando a un lado y a otro—. Y parece que va a llover. ¡Mierda!
—¡Mierda! —repitió Zetsuo, revolviéndose los cabellos en plena desesperación. Se acercó hasta el borde de la costa y, sin pensarlo dos veces, se mordió el dedo pulgar—. Ayame no sabe nadar. Si el mar los ha arrastrado... o si se ven en mitad de esta tormenta...
Entrelazó las manos en varios sellos a toda velocidad y, tras estamparla contra la arena, un estallido de humo le envolvió. Apareció montado sobre una colosal águila de unos tres metros de largo.
—¡Vamos! ¡Busquémolos desde el aire! —bramó, y su voz retumbó como un trueno en la costa.
Una pequeña gota cayó sobre la nariz de Ayame, y la chiquilla alzó la mirada al cielo, sorprendida. Para su horror comprobó que el cielo se había oscurecido de repente por unas nubes que no auguraban nada bueno. Por si no fuera suficiente, las olas habían cobrado fuerza y cada vez rompían de forma más salvaje contra su diminuta isla de juguete.
—Da... Daruu... —le llamó, alejándose del borde de la orilla, huyendo del mar. El viento comenzaba a arreciar, sacudiendo sus cabellos y sus ropas con fiereza—. ¡Tenemos que buscar un refugio!
Zetsuo suspiró.
—Tienes razón, vamos a ver en qué se han metido estos mocosos ahora —resopló, al tiempo que salía de la cabaña y cerraba la puerta tras de sí. No le preocupaba Kōri, sabía que su primogénito era un muchacho capaz y un diestro shinobi. Pero Ayame, la pequeña Ayame, era otro cantar. Pequeña, infantil, siempre metiendo las narices donde no debía. Y si al menos fuera tan habilidosa como su hermano... pero no lo era, más bien al contrario. Y las notas de la Academia así lo testificaban.
Zetsuo y Kiroe descendieron el acantilado entre zancadas el acantilado que les conduciría a las playas. Les habían prometido una cala de aguas tranquilas y apacibles, pero lo que los dos adultos vieron en aquellos instantes fue la viva representación de por qué a aquella zona se le llamaba Las Costas de las Olas Rompientes. El mar había entrado en cólera, envalentonado por unas nubes, oscuras como el tizón que comenzaban a arremolinarse sobre sus cabezas. Y ambos conocían aquellos fenómenos muy bien: se acercaba una tormenta.
—Ni rastro de ellos —confirmó Kiroe, mirando a un lado y a otro—. Y parece que va a llover. ¡Mierda!
—¡Mierda! —repitió Zetsuo, revolviéndose los cabellos en plena desesperación. Se acercó hasta el borde de la costa y, sin pensarlo dos veces, se mordió el dedo pulgar—. Ayame no sabe nadar. Si el mar los ha arrastrado... o si se ven en mitad de esta tormenta...
Entrelazó las manos en varios sellos a toda velocidad y, tras estamparla contra la arena, un estallido de humo le envolvió. Apareció montado sobre una colosal águila de unos tres metros de largo.
—¡Vamos! ¡Busquémolos desde el aire! —bramó, y su voz retumbó como un trueno en la costa.
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Una pequeña gota cayó sobre la nariz de Ayame, y la chiquilla alzó la mirada al cielo, sorprendida. Para su horror comprobó que el cielo se había oscurecido de repente por unas nubes que no auguraban nada bueno. Por si no fuera suficiente, las olas habían cobrado fuerza y cada vez rompían de forma más salvaje contra su diminuta isla de juguete.
—Da... Daruu... —le llamó, alejándose del borde de la orilla, huyendo del mar. El viento comenzaba a arreciar, sacudiendo sus cabellos y sus ropas con fiereza—. ¡Tenemos que buscar un refugio!