25/08/2019, 16:01
Daruu levantó el rostro, asustado como el niño que era. La miró a ella y después a su alrededor, buscando.
—¿¡Pero dónde!? —exclamó, haciéndose oír por encima del violento rugido de las olas y el siseo de la lluvia que caía sobre ellos como una auténtica catarata—. ¡Esta isla es diminuta!
El viento soplaba con fuerza, haciendo oscilar peligrosamente las palmeras que los rodeaban. De repente, uno de los frutos que tan celosamente guardaba uno de aquellos árboles fue arrancado de su abrazo y se precipitó hacia el chiquillo.
—¡Cuidado! —chilló Ayame.
Afortunadamente, Daruu fue capaz de evitarlo a tiempo con un gritito.
—¡Debajo de las palmeras es incluso peor!
Ayame hundió los hombros, con lágrimas en los ojos. ¿Por qué les estaba pasando aquello a ellos? Un repentino vendaval le hizo clavar los talones en la arena y cruzar los brazos por delante de la cara para no ser arrastrada, pero el viento había llevado hasta sus pies una de las enormes hojas de las palmeras que sacudía y una pequeña e insulsa idea se formó en su cabecita. La chiquilla tomó la hoja con sus manitas y se movió hasta donde estaba Daruu.
—Toma. Coge el otro extremo y sujétalo así —le indicó, haciendo ella lo mismo con el otro lado y levantando la hoja sobre sus cabezas. No les serviría para escapar de la ira de la tormenta ni de aquella isla, pero al menos se cubrirían un poco de la lluvia.
—¡Mierda, Zetsuo! —gritó Kiroe—. ¡No se ve nada!
El médico, agarrado con un brazo al cuerpo del ave y con el otro protegiéndose de la inclemente lluvia y del viento, gruñó para sí. El mar rugía embravecido debajo de ellos, el viento les zarandeaba y bramaba en sus oídos igual de encolerizado; y, por si no fuera poco, les golpeaba con lluvia que se clavaba en sus cuerpos como agujas. Si Zetsuo fuera algo más devoto, podría haber llegado a pensar que Amenokami les estaba impidiendo llegar hasta sus hijos con todo su poder divino.
«No. Este no es el territorio de Amenokami.» Se repitió, como había hecho con Ayame tiempo atrás. Y aunque lo fuera, nada ni nadie iba a impedir que rescatara a su hija de aquel huracán.
—¡No pienso rendirme! —bramó, inclinando el cuerpo aún más sobre el águila—. ¡Bajemos un poco más! ¡Tenemos que ver algo!
—¿¡Pero dónde!? —exclamó, haciéndose oír por encima del violento rugido de las olas y el siseo de la lluvia que caía sobre ellos como una auténtica catarata—. ¡Esta isla es diminuta!
El viento soplaba con fuerza, haciendo oscilar peligrosamente las palmeras que los rodeaban. De repente, uno de los frutos que tan celosamente guardaba uno de aquellos árboles fue arrancado de su abrazo y se precipitó hacia el chiquillo.
—¡Cuidado! —chilló Ayame.
Afortunadamente, Daruu fue capaz de evitarlo a tiempo con un gritito.
—¡Debajo de las palmeras es incluso peor!
Ayame hundió los hombros, con lágrimas en los ojos. ¿Por qué les estaba pasando aquello a ellos? Un repentino vendaval le hizo clavar los talones en la arena y cruzar los brazos por delante de la cara para no ser arrastrada, pero el viento había llevado hasta sus pies una de las enormes hojas de las palmeras que sacudía y una pequeña e insulsa idea se formó en su cabecita. La chiquilla tomó la hoja con sus manitas y se movió hasta donde estaba Daruu.
—Toma. Coge el otro extremo y sujétalo así —le indicó, haciendo ella lo mismo con el otro lado y levantando la hoja sobre sus cabezas. No les serviría para escapar de la ira de la tormenta ni de aquella isla, pero al menos se cubrirían un poco de la lluvia.
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—¡Mierda, Zetsuo! —gritó Kiroe—. ¡No se ve nada!
El médico, agarrado con un brazo al cuerpo del ave y con el otro protegiéndose de la inclemente lluvia y del viento, gruñó para sí. El mar rugía embravecido debajo de ellos, el viento les zarandeaba y bramaba en sus oídos igual de encolerizado; y, por si no fuera poco, les golpeaba con lluvia que se clavaba en sus cuerpos como agujas. Si Zetsuo fuera algo más devoto, podría haber llegado a pensar que Amenokami les estaba impidiendo llegar hasta sus hijos con todo su poder divino.
«No. Este no es el territorio de Amenokami.» Se repitió, como había hecho con Ayame tiempo atrás. Y aunque lo fuera, nada ni nadie iba a impedir que rescatara a su hija de aquel huracán.
—¡No pienso rendirme! —bramó, inclinando el cuerpo aún más sobre el águila—. ¡Bajemos un poco más! ¡Tenemos que ver algo!