28/08/2019, 00:07
Una repentina ráfaga de viento sacudió con violencia a los cuatro. Daruu se cayó al suelo de culo, y Ayame habría sufrido la misma suerte si no hubiese sido porque seguía firmemente aferrada a las rodillas de su padre. Kiroe, tras ayudar a su hijo a reincorporarse, se volvió hacia Zetsuo:
—¡Me parece que vamos a tener que pasar la tormenta! —exclamó, para horror de Ayame, que se estremeció ante la sola idea de seguir en aquella maldita isla un minuto más—. Si nos cubrimos debajo de alguna palmera, quizás... ¡Mierda, tienen cocos! ¡Como se nos caiga uno en la cabeza estamos K.O.!
—¡Eso mismo he pensado yo antes! —respondió su hijo.
—¿Cubrirnos debajo de un árbol en plena tormenta eléctrica? ¡¿Es que has perdido la puta cabeza?! —bramó Zetsuo—. ¡Prefiero que nos caiga un coco en la cabeza a que nos fría un rayo!
—¡Pero algún sitio tiene que haber en el centro de todo esto que nos resguarde un poco! ¡Vamos!
Kiroe tiró del brazo de su hijo para internarlo en el interior de la isla, y Zetsuo hizo lo mismo con la pequeña Ayame, que le seguía a duras penas. La chiquilla gimoteó lastimera cuando las ramas de los arbustos la arañaron las piernas, los brazos y el abdomen, pero no se atrevió a quejarse en voz alta. Para fortuna de todos, no tardaron en encontrar una pequeña cueva de piedra en la que pudieron resguardarse. Ya en el interior, Zetsuo le echó un silencioso vistazo a los dos muchachos. Estaban empapados de los pies a la cabeza, sin duda debilitados después de tantas horas allí abandonados. La pequeña Ayame, que no dejaba de tiritar y temblar, era prueba viviente de ello.
Si tan sólo pudieran encender un fuego para calentarlos...
Y hablando de fuego, un rayo acababa de estallar contra una palmera, prendiéndole fuego de inmediato. Pero la lluvia no tardó ni dos minutos en asfixiarlo.
—¡AAAY! —chillaron los dos chiquillos al unísono.
Y Ayame se quedó encogida sobre sí misma, temblando sin control. Siempre le habían aterrado las tormentas eléctricas. Zetsuo suspiró y se sentó junto a ella, pasando el brazo por detrás de su espalda.
—Menos mal que la tormenta no sólo es eléctrica. Si la isla se incendia, entonces estaremos en problemas.
—Pero no nos vendría nada mal un fuego para secarnos... —resopló Zetsuo—. Ayame, ¿nos vas a explicar de una vez qué ha ocurrido?
—E... estábamos... jugando en la playa... —balbuceó la chiquilla, sin levantar la mirada—. Y vino... vino una ola... y acabamos aquí... N... no sabíamos qué hacer...
—¡Me parece que vamos a tener que pasar la tormenta! —exclamó, para horror de Ayame, que se estremeció ante la sola idea de seguir en aquella maldita isla un minuto más—. Si nos cubrimos debajo de alguna palmera, quizás... ¡Mierda, tienen cocos! ¡Como se nos caiga uno en la cabeza estamos K.O.!
—¡Eso mismo he pensado yo antes! —respondió su hijo.
—¿Cubrirnos debajo de un árbol en plena tormenta eléctrica? ¡¿Es que has perdido la puta cabeza?! —bramó Zetsuo—. ¡Prefiero que nos caiga un coco en la cabeza a que nos fría un rayo!
—¡Pero algún sitio tiene que haber en el centro de todo esto que nos resguarde un poco! ¡Vamos!
Kiroe tiró del brazo de su hijo para internarlo en el interior de la isla, y Zetsuo hizo lo mismo con la pequeña Ayame, que le seguía a duras penas. La chiquilla gimoteó lastimera cuando las ramas de los arbustos la arañaron las piernas, los brazos y el abdomen, pero no se atrevió a quejarse en voz alta. Para fortuna de todos, no tardaron en encontrar una pequeña cueva de piedra en la que pudieron resguardarse. Ya en el interior, Zetsuo le echó un silencioso vistazo a los dos muchachos. Estaban empapados de los pies a la cabeza, sin duda debilitados después de tantas horas allí abandonados. La pequeña Ayame, que no dejaba de tiritar y temblar, era prueba viviente de ello.
Si tan sólo pudieran encender un fuego para calentarlos...
Y hablando de fuego, un rayo acababa de estallar contra una palmera, prendiéndole fuego de inmediato. Pero la lluvia no tardó ni dos minutos en asfixiarlo.
—¡AAAY! —chillaron los dos chiquillos al unísono.
Y Ayame se quedó encogida sobre sí misma, temblando sin control. Siempre le habían aterrado las tormentas eléctricas. Zetsuo suspiró y se sentó junto a ella, pasando el brazo por detrás de su espalda.
—Menos mal que la tormenta no sólo es eléctrica. Si la isla se incendia, entonces estaremos en problemas.
—Pero no nos vendría nada mal un fuego para secarnos... —resopló Zetsuo—. Ayame, ¿nos vas a explicar de una vez qué ha ocurrido?
—E... estábamos... jugando en la playa... —balbuceó la chiquilla, sin levantar la mirada—. Y vino... vino una ola... y acabamos aquí... N... no sabíamos qué hacer...