25/09/2019, 17:35
«¡Woah, tranquilo, vaquero!», quiso exclamar Akame cuando aquel ninja de la Hierba empezó a despelotarse allí en medio. Empezó, sólo eso, porque todo acabó quedando en levantarse la camiseta que llevaba; y lo que descubrió le arrancó al Uchiha una expresión tan agria que no hubo manera de disimularla. No era por el tatuaje de Kazui en sí —a él le importaba más bien poco—, sino por toda la historia que le rodeaba. Un kanji bastante simbólico, un pictograma que no se deterioraba con los años, una marca que había tenido desde que gozara de uso de razón...
Akame sacudió la cabeza ligeramente, como si quisiera espantar a una mosca que le había estado incordiando. Parecía bastante incómodo y se le notaba; aquel tatuaje había revuelto rincones de su memoria que él prefería dejar bien cerrados, recordándole que el pasado siempre estaba ahí... Por mucho que uno intentara huir de él. El desasosiego le invadió y apagó el cigarrillo en lo que le quedaba de té en su taza. Parecía absorto, acosado por sus propios fantasmas, cuando de repente...
—¡Malditos gandules! ¡Holgazanes! ¡Sinvergüenzas!
Los gritos resonaron en toda la cantina. El emisor no era sino un hombre robusto y regordete, de ancha espalda y rostro curtido por el sol, que llevaba un kasa de paja sobre su cabeza. Vestía con ropas sencillas aunque algo mejores que las de los jornaleros y campesinos, y llevaba una vara muy larga en la mano. Al verle, los campesinos dejaron las botellas de sake y trataron de salir en tromba de la cantina como quien hubiese visto a un Oni. El problema era que el Tío de la Vara —como Akame le llamaría— se interponía directamente entre ellos y la única salida, de modo que ante semejante tesitura, la mayoría trato de escapar por las ventanas. Otro pidió asilo al cantinero y escondite en la cocina, mientras que un rezagado todavía andaba tratando de levantarse de la silla; ardua tarea gracias a la borrachera que paseaba.
—¡Alimañas! ¡Esperad a que el señor Hirogawa se entere de esto! ¡Os van a caer veinte latigazos a cada uno mínimo, oh, pero primero os las veréis con mi Señora! —vociferaba el capataz, tratando de dar de varazos a los jornaleros que tenía cerca—. ¡Me voy a asegurar de que a partir de ahora sólo trabajéis paleando mierda, gandules!
Akame sacudió la cabeza ligeramente, como si quisiera espantar a una mosca que le había estado incordiando. Parecía bastante incómodo y se le notaba; aquel tatuaje había revuelto rincones de su memoria que él prefería dejar bien cerrados, recordándole que el pasado siempre estaba ahí... Por mucho que uno intentara huir de él. El desasosiego le invadió y apagó el cigarrillo en lo que le quedaba de té en su taza. Parecía absorto, acosado por sus propios fantasmas, cuando de repente...
—¡Malditos gandules! ¡Holgazanes! ¡Sinvergüenzas!
Los gritos resonaron en toda la cantina. El emisor no era sino un hombre robusto y regordete, de ancha espalda y rostro curtido por el sol, que llevaba un kasa de paja sobre su cabeza. Vestía con ropas sencillas aunque algo mejores que las de los jornaleros y campesinos, y llevaba una vara muy larga en la mano. Al verle, los campesinos dejaron las botellas de sake y trataron de salir en tromba de la cantina como quien hubiese visto a un Oni. El problema era que el Tío de la Vara —como Akame le llamaría— se interponía directamente entre ellos y la única salida, de modo que ante semejante tesitura, la mayoría trato de escapar por las ventanas. Otro pidió asilo al cantinero y escondite en la cocina, mientras que un rezagado todavía andaba tratando de levantarse de la silla; ardua tarea gracias a la borrachera que paseaba.
—¡Alimañas! ¡Esperad a que el señor Hirogawa se entere de esto! ¡Os van a caer veinte latigazos a cada uno mínimo, oh, pero primero os las veréis con mi Señora! —vociferaba el capataz, tratando de dar de varazos a los jornaleros que tenía cerca—. ¡Me voy a asegurar de que a partir de ahora sólo trabajéis paleando mierda, gandules!