29/11/2015, 21:03
Y con aquellas palabras, una oportuna ráfaga de viento se llevó la sonrisa de los labios del chiquillo.
—No te preocupes —le dijo después de que ella le pidiese perdón por hacerle perder el tiempo—. Es el signo de los vendedores.
Ayame torció ligeramente el gesto, sin saber muy bien cómo debía actuar en una situación así. Incómoda, desplazaba el peso de su cuerpo de una de sus piernas a la otra alternativamente. Un repentino rayo serpenteó en el cielo por encima de sus cabezas, sobresaltándola.
«¿Va a llover?» Se preguntó, aunque no era un pensamiento que la intimidara. No había en aquel puente alguien tan acostumbrada a las tormentas como ella misma, y probablemente no habría tampoco nadie al que le agradara tanto el agua como a ella.
Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que, mientras ella se había sumergido en sus propias ensoñaciones en el cielo, el vendedor se había puesto a recoger las cosas. La figura del Baku y la botella de agua habían desaparecido de la tabla y ya sólo quedaba la maceta con la rosa. Ayame le dirigió una mirada extrañada cuando se echó la mochila por encima del hombro.
—Espero tener mejor suerte en tu país —comentó. Parecía esperanzado—. ¿Sabes de alguna posada cercana al otro lado del puente? No me gustaría dormir al raso con la que va a caer.
Ayame se lo pensó durante unos instantes antes de responder.
—Si te diriges hacia el País de la Tormenta... Hay un pequeño poblado a unos... diez kilómetros, más o menos, hacia el sur, siguiendo la frontera entre el País de la Tierra y el del Río. De allí es de donde vengo yo, precisamente —le indicó, señalando a una posición que se perdía en el bosque tras su espalda, al otro lado del puente. Pero entonces se volvió de nuevo hacia él, con aquella misma duda destellando en sus ojos castaños—. ¿Pero te vas a ir ya? Acabas de llegar, y puede que alguien pueda comprarte esos objetos, ¿no?
—No te preocupes —le dijo después de que ella le pidiese perdón por hacerle perder el tiempo—. Es el signo de los vendedores.
Ayame torció ligeramente el gesto, sin saber muy bien cómo debía actuar en una situación así. Incómoda, desplazaba el peso de su cuerpo de una de sus piernas a la otra alternativamente. Un repentino rayo serpenteó en el cielo por encima de sus cabezas, sobresaltándola.
«¿Va a llover?» Se preguntó, aunque no era un pensamiento que la intimidara. No había en aquel puente alguien tan acostumbrada a las tormentas como ella misma, y probablemente no habría tampoco nadie al que le agradara tanto el agua como a ella.
Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que, mientras ella se había sumergido en sus propias ensoñaciones en el cielo, el vendedor se había puesto a recoger las cosas. La figura del Baku y la botella de agua habían desaparecido de la tabla y ya sólo quedaba la maceta con la rosa. Ayame le dirigió una mirada extrañada cuando se echó la mochila por encima del hombro.
—Espero tener mejor suerte en tu país —comentó. Parecía esperanzado—. ¿Sabes de alguna posada cercana al otro lado del puente? No me gustaría dormir al raso con la que va a caer.
Ayame se lo pensó durante unos instantes antes de responder.
—Si te diriges hacia el País de la Tormenta... Hay un pequeño poblado a unos... diez kilómetros, más o menos, hacia el sur, siguiendo la frontera entre el País de la Tierra y el del Río. De allí es de donde vengo yo, precisamente —le indicó, señalando a una posición que se perdía en el bosque tras su espalda, al otro lado del puente. Pero entonces se volvió de nuevo hacia él, con aquella misma duda destellando en sus ojos castaños—. ¿Pero te vas a ir ya? Acabas de llegar, y puede que alguien pueda comprarte esos objetos, ¿no?