6/10/2019, 13:25
Aquella sombra sin identidad aterrizó en la fresca hierba del Bosque de Hongos, tras pasar Tane-Shigai, y avanzó a toda velocidad esquivando troncos y setas gigantes. Juro no sabía exactamente el destino al que se dirigían. O más bien al que le dirigían. Pero sí pudo intuir, más o menos, la dirección. A juzgar por el musgo de los árboles, o hacia el norte, o hacia el noroeste. Si seguían por ese camino, acabarían en las Cascadas del Mar.
Y así fue. Cuando los efectos del veneno estaban remitiendo y el muchacho ya podía gesticular y al menos mover las puntas de los dedos, estaba amaneciendo. Y estaban ya descendiendo por un peñón, salto a salto, entre rocas que asomaban de las enormes cataratas eternas.
—Justo a la hora acordada. Justo en el lugar acordado —habló aquella persona. Quizás para sí mismo.
Se adentraron en una cueva dentro de la cascada, por un peñón que sobresalía un metro y estaba resguardado por otro que desviaba la caída del agua; la entrada no era más profunda que un pasillo estrecho de cinco metros, y luego se abría a una sála pétrea de al menos diez de diámetro. El shinobi depositó a Juro con cuidado en la pared contraria. Le dio la vuelta, y le colocó unas esposas supresoras de chakra.
—Pronto esta sensación desagradable pasará —dijo—, y serán otros los que dicten tu destino. Mi trabajo ha terminado. —Volvió a voltear a Juro. Una vez más, el jounin se topó con aquellos rasgos confusos, que sin saberlo, olvidaría en cuanto el hombre se diera la vuelta y echase a caminar.
Lo dejó allá abandonado, porque, como le había dicho a Juro, su trabajo había terminado, y comenzaba el de otros. Porque su papel era aquél que le era dictado, y más allá, él, en el fondo...
...no era nadie.
Y así fue. Cuando los efectos del veneno estaban remitiendo y el muchacho ya podía gesticular y al menos mover las puntas de los dedos, estaba amaneciendo. Y estaban ya descendiendo por un peñón, salto a salto, entre rocas que asomaban de las enormes cataratas eternas.
—Justo a la hora acordada. Justo en el lugar acordado —habló aquella persona. Quizás para sí mismo.
Se adentraron en una cueva dentro de la cascada, por un peñón que sobresalía un metro y estaba resguardado por otro que desviaba la caída del agua; la entrada no era más profunda que un pasillo estrecho de cinco metros, y luego se abría a una sála pétrea de al menos diez de diámetro. El shinobi depositó a Juro con cuidado en la pared contraria. Le dio la vuelta, y le colocó unas esposas supresoras de chakra.
—Pronto esta sensación desagradable pasará —dijo—, y serán otros los que dicten tu destino. Mi trabajo ha terminado. —Volvió a voltear a Juro. Una vez más, el jounin se topó con aquellos rasgos confusos, que sin saberlo, olvidaría en cuanto el hombre se diera la vuelta y echase a caminar.
Lo dejó allá abandonado, porque, como le había dicho a Juro, su trabajo había terminado, y comenzaba el de otros. Porque su papel era aquél que le era dictado, y más allá, él, en el fondo...
...no era nadie.