23/10/2019, 20:42
El viento arreciaba, gélido como el aliento de la muerte. Y al oeste del país de la Tormenta, junto a la costa, Coladragón se había convertido en una de sus víctimas. El modesto pueblecito de pescadores se había visto sacudido por una lluvia que, moldeada por la mano inclemente del invierno, se convertía en chuzos de hielo que arremetía contra cualquier imprudente que hubiese decidido desafiar a la tormenta. Esa mañana no estaban abiertos los puestecitos de compras. Ese día ni siquiera se veían los picos escarpados del Cabo del Dragón. Ese día, Amenokami estaba especialmente furioso.
Y una de aquellas ingenuas víctimas era, precisamente, una muchacha menuda que avanzaba a trompicones, con la ventisca sacudiendo sus cabellos de ébano y protegiéndose como podía del granizo con los brazos cruzados frente a su cuerpo congelado. Adónde se dirigía era una pregunta que ni siquiera ella sabría responder. Sólo buscaba un refugio donde cobijarse hasta que la tormenta se relajara un poco, aunque nada parecía indicar que fuera hacerlo pronto. Con los ojos apenas entreabiertos, buscaba desesperadamente un lugar que conocía bien, de un tiempo que se le antojaba realmente lejano.
«Ah... menos mal...» Suspiró, llena de alivio, al ver cerca del puerto el restaurante de dos plantas y inconfundible cartel adornado con caballitos de mar, conchas, y un alegre cangrejo que anunciaba el nombre del local: "Posada Bajo el Mar".
Ayame hizo acopio de las fuerzas que le quedaban para acelerar el paso y terminó entrando casi de golpe. Empapada de los pies a la cabeza y tiritando de pura hipotermia, la kunoichi se vio reconfortada por el calor que manaba directamente de un fuego que había encendido en una chimenea.
—¡Oh, mi pobre muchacha! ¿Pero qué hacías bajo esta tormenta ahí fuera? —Quien la recibió fue precisamente Kaniseba, el camarero de piel bronceada y cabellos de fuego, que se acercó a toda prisa con varias toallas entre los brazos.
—Gracias, Kaniseba-san... —sonrió ella, tomando una de las toallas para escurrirse el cabello todo lo que pudo—. Lo siento, te voy a empapar el sitio, pero no se me ocurría dónde ir.
—¡Oh, no te preocupes por eso, niña! Sabes que tienes tu habitación aquí, enseguida le pediré a Ari que prepare un buen baño caliente de burbujas.
—N... ¡No hace falta! Puedo encargarme yo...
—¡No se hable más! —insistió, y por su tono de voz estaba claro que no iba a admitir ninguna protesta más, así que Ayame no le quedó otra que suspirar y agradecerle con una inclinación de cabeza.
—Entonces permíteme que abuse de vuestra hospitalidad, y ponme uno de esos platos vuestros tan buenos —sonrió, adentrándose en el salón. En aquella ocasión no se dirigió a su mesa favorita, junto al ventanal, sino que se acercó a la chimenea para secarse y entrar el calor—. Por cierto, Kamiseba, conseguí arreglar el asuntillo. Esos pezqueñines no volverán a molestaros.
—¡Oh, no sabes lo que me alegra oírlo! ¡No lo sabes bien! La Banda de Moramora nos tenía prácticamente ahogados, ¡ya te lo digo! ¡Hirame, doble ración para nuestra amiga!
Y una de aquellas ingenuas víctimas era, precisamente, una muchacha menuda que avanzaba a trompicones, con la ventisca sacudiendo sus cabellos de ébano y protegiéndose como podía del granizo con los brazos cruzados frente a su cuerpo congelado. Adónde se dirigía era una pregunta que ni siquiera ella sabría responder. Sólo buscaba un refugio donde cobijarse hasta que la tormenta se relajara un poco, aunque nada parecía indicar que fuera hacerlo pronto. Con los ojos apenas entreabiertos, buscaba desesperadamente un lugar que conocía bien, de un tiempo que se le antojaba realmente lejano.
«Ah... menos mal...» Suspiró, llena de alivio, al ver cerca del puerto el restaurante de dos plantas y inconfundible cartel adornado con caballitos de mar, conchas, y un alegre cangrejo que anunciaba el nombre del local: "Posada Bajo el Mar".
Ayame hizo acopio de las fuerzas que le quedaban para acelerar el paso y terminó entrando casi de golpe. Empapada de los pies a la cabeza y tiritando de pura hipotermia, la kunoichi se vio reconfortada por el calor que manaba directamente de un fuego que había encendido en una chimenea.
—¡Oh, mi pobre muchacha! ¿Pero qué hacías bajo esta tormenta ahí fuera? —Quien la recibió fue precisamente Kaniseba, el camarero de piel bronceada y cabellos de fuego, que se acercó a toda prisa con varias toallas entre los brazos.
—Gracias, Kaniseba-san... —sonrió ella, tomando una de las toallas para escurrirse el cabello todo lo que pudo—. Lo siento, te voy a empapar el sitio, pero no se me ocurría dónde ir.
—¡Oh, no te preocupes por eso, niña! Sabes que tienes tu habitación aquí, enseguida le pediré a Ari que prepare un buen baño caliente de burbujas.
—N... ¡No hace falta! Puedo encargarme yo...
—¡No se hable más! —insistió, y por su tono de voz estaba claro que no iba a admitir ninguna protesta más, así que Ayame no le quedó otra que suspirar y agradecerle con una inclinación de cabeza.
—Entonces permíteme que abuse de vuestra hospitalidad, y ponme uno de esos platos vuestros tan buenos —sonrió, adentrándose en el salón. En aquella ocasión no se dirigió a su mesa favorita, junto al ventanal, sino que se acercó a la chimenea para secarse y entrar el calor—. Por cierto, Kamiseba, conseguí arreglar el asuntillo. Esos pezqueñines no volverán a molestaros.
—¡Oh, no sabes lo que me alegra oírlo! ¡No lo sabes bien! La Banda de Moramora nos tenía prácticamente ahogados, ¡ya te lo digo! ¡Hirame, doble ración para nuestra amiga!