25/10/2019, 16:59
Refugiándose en el abrigo del calor del fuego, Ayame se permitió el lujo de cerrar momentáneamente los ojos para regocijarse en aquel abrazo. Ya había dejado de tiritar, pero aún estaba empapada de los pies a la cabeza como si le hubiesen tirado un cubo de agua por encima de la cabeza.
«Debería hacer más caso a papá y llevar un paraguas conmigo...» Pensó, pero enseguida rechazó la idea. Ella era El Agua, y, como tal, el agua no podía molestarla. El frío ya era otra cosa.
Pero tuvo demasiado tiempo para disfrutar del momento. La puerta volvió a abrirse de repente, y una tropa de varias personas entró en el local. Ayame entreabrió un ojo al escuchar el jaleo y les echó una ojeada. Una, dos, tres... hasta ocho personas llegó a contar. Todos ellos parecían marineros, pero el que iba al frente de todos ellos no parecía desde luego un capitán. Era alto, espigado y con ojos afilados. Nada en él resaltaba, ni siquiera el pendiente de su oreja o su barba rala. Era un hombre común y corriente; y, durante un instante, Ayame llegó a preguntarse si no se trataría en realidad de un acompañante de aquellos fornidos marineros.
«Sea como sea, no es de mi incumbencia.» Suspiró, apartando la mirada para seguir esperando su plato.
Mientras tanto, Kamiseba se había acercado inmediatamente al grupo con su esplendorosa sonrisa dibujada de oreja a oreja.
—¡Buenas tardes, mis señores! ¡Hoy Amenokami se ha levantado con el pie izquierdo! ¿Verdad? ¿Qué va a ser, mesa para ocho?
«Debería hacer más caso a papá y llevar un paraguas conmigo...» Pensó, pero enseguida rechazó la idea. Ella era El Agua, y, como tal, el agua no podía molestarla. El frío ya era otra cosa.
Pero tuvo demasiado tiempo para disfrutar del momento. La puerta volvió a abrirse de repente, y una tropa de varias personas entró en el local. Ayame entreabrió un ojo al escuchar el jaleo y les echó una ojeada. Una, dos, tres... hasta ocho personas llegó a contar. Todos ellos parecían marineros, pero el que iba al frente de todos ellos no parecía desde luego un capitán. Era alto, espigado y con ojos afilados. Nada en él resaltaba, ni siquiera el pendiente de su oreja o su barba rala. Era un hombre común y corriente; y, durante un instante, Ayame llegó a preguntarse si no se trataría en realidad de un acompañante de aquellos fornidos marineros.
«Sea como sea, no es de mi incumbencia.» Suspiró, apartando la mirada para seguir esperando su plato.
Mientras tanto, Kamiseba se había acercado inmediatamente al grupo con su esplendorosa sonrisa dibujada de oreja a oreja.
—¡Buenas tardes, mis señores! ¡Hoy Amenokami se ha levantado con el pie izquierdo! ¿Verdad? ¿Qué va a ser, mesa para ocho?