27/10/2019, 23:13
(Última modificación: 27/10/2019, 23:13 por Aotsuki Ayame.)
Fue entonces cuando lo escuchó hablar. Con aquella voz rasposa y afilada que congeló la sangre en sus venas y la paralizó en el sitio. Aquella voz... ¡Aquella voz! Hacía meses que no la escuchaba, pero su sonido la hizo volar lejos, muy lejos, hasta el País del Fuego. Hasta Tanzaku Gai.
—Hoy está indudablemente encabronado, de eso no hay duda, mi buen camarero. ¡Pero cuando Amenokami está furioso, hay que celebrarlo! póngale pan y cerveza a mis fieles marineros. Se lo merecen después de tres días sin tocar tierra.
—¡Por supuesto, por supuesto! Enseguida nos ocuparemos de ello. Siéntanse libres de tomar asiento y calentarse junto a la chimenea mientras tanto.
«Pero no puede ser... ¡Pero no puede ser! ¡No tiene ningún sentido!» Trataba de convencerse Ayame, con el corazón palpitándole en las orejas con la fuerza de un tambor. Pero sus oídos nunca la engañaban... ¿no?
Por el rabillo del ojo, y con todo el disimulo que fue capaz de reunir, vio como el hombre con la voz de Umikiba Kaido se movía hasta una mesa cercana, acompañado de sus siete hombres. Entonces se dejó caer con fuerza sobre el asiento y, con toda la cara dura del mundo, estampó sus pies en la mesa ante la irritada mirada de Kamiseba, que contemplaba horrorizado los modales de su invitado.
—Pasaremos aquí la tormenta, hasta que podamos volver a nuestro barco y terminar nuestros asuntos en Coladragón —siguió hablando, mientras dejaba un fajo de billetes sobre la mesa—. A mí tráeme un caldo.
—¡Marchando! ¡Siete de cerveza y pan y una de caldo para los caballeros, Hirame!
—O... ¡Oído cocina! —clamó un apurado cocinero, tras la puerta que conducía a los fogones.
Fue entonces cuando sus ojos se encontraron, los esmeraldas de él con los castaños de ella. El tiempo pareció detenerse, incluso la tormenta pareció pausarse durante unos breves segundos. El silencio inundó los oídos de la muchacha, que contenía la respiración como si acabara de sumergirse en el océano.
—¡Aquí tienes, Ayame-chan! —Fue la voz de la camarera, dejando el plato sobre la mesa, la que la devolvió de nuevo a la superficie. Era una joven de cabellos largos y rojos como el fuego, ojos grandes y verdes como esmeraldas e iba vestida con una camiseta púrpura anudada sobre el ombligo y unos pantalones verdes ceñidos a sus piernas.
—Muchas gracias, Ari —se obligó a sonreír, concentrándose en su plato de pescaditos fritos con patatas. Tal y como había prometido Kamiseba, parecía que le habían puesto más cantidad de la que cabía contemplar en un plato así—. ¡Pero si no voy a poder con todo esto!
—Órdenes del jefe —respondió ella, guiñándole el ojo—. Es su manera de darte las gracias, ya lo sabes.
Ayame sonrió con suavidad.
—Hoy está indudablemente encabronado, de eso no hay duda, mi buen camarero. ¡Pero cuando Amenokami está furioso, hay que celebrarlo! póngale pan y cerveza a mis fieles marineros. Se lo merecen después de tres días sin tocar tierra.
—¡Por supuesto, por supuesto! Enseguida nos ocuparemos de ello. Siéntanse libres de tomar asiento y calentarse junto a la chimenea mientras tanto.
«Pero no puede ser... ¡Pero no puede ser! ¡No tiene ningún sentido!» Trataba de convencerse Ayame, con el corazón palpitándole en las orejas con la fuerza de un tambor. Pero sus oídos nunca la engañaban... ¿no?
Por el rabillo del ojo, y con todo el disimulo que fue capaz de reunir, vio como el hombre con la voz de Umikiba Kaido se movía hasta una mesa cercana, acompañado de sus siete hombres. Entonces se dejó caer con fuerza sobre el asiento y, con toda la cara dura del mundo, estampó sus pies en la mesa ante la irritada mirada de Kamiseba, que contemplaba horrorizado los modales de su invitado.
—Pasaremos aquí la tormenta, hasta que podamos volver a nuestro barco y terminar nuestros asuntos en Coladragón —siguió hablando, mientras dejaba un fajo de billetes sobre la mesa—. A mí tráeme un caldo.
—¡Marchando! ¡Siete de cerveza y pan y una de caldo para los caballeros, Hirame!
—O... ¡Oído cocina! —clamó un apurado cocinero, tras la puerta que conducía a los fogones.
Fue entonces cuando sus ojos se encontraron, los esmeraldas de él con los castaños de ella. El tiempo pareció detenerse, incluso la tormenta pareció pausarse durante unos breves segundos. El silencio inundó los oídos de la muchacha, que contenía la respiración como si acabara de sumergirse en el océano.
—¡Aquí tienes, Ayame-chan! —Fue la voz de la camarera, dejando el plato sobre la mesa, la que la devolvió de nuevo a la superficie. Era una joven de cabellos largos y rojos como el fuego, ojos grandes y verdes como esmeraldas e iba vestida con una camiseta púrpura anudada sobre el ombligo y unos pantalones verdes ceñidos a sus piernas.
—Muchas gracias, Ari —se obligó a sonreír, concentrándose en su plato de pescaditos fritos con patatas. Tal y como había prometido Kamiseba, parecía que le habían puesto más cantidad de la que cabía contemplar en un plato así—. ¡Pero si no voy a poder con todo esto!
—Órdenes del jefe —respondió ella, guiñándole el ojo—. Es su manera de darte las gracias, ya lo sabes.
Ayame sonrió con suavidad.