7/11/2019, 04:52
Paciencia.
Si de algo carecía Kaido, era de paciencia. Pero Kaido no estaba al mando ese día, tal y como se lo había hecho saber a todos sus marineros, incluyendo los que aún permanecían cuidando de Baratie. Kincho, en cambio, un hombre acostumbrado a largas horas de vigilia en una cárcel extranjera, debía tener mucha. Y por lo general así lo demostraba el escualo cuando usaba aquél disfraz, el único recolectado hasta ahora con su habilidad para moldear su agua interior. No hay paciencia que valga, sin embargo, cuando una taza de calco caliente te cae encima. El hombre se echó hacia atrás cuando se vio venir el tropezón y cayó de culo, llevándose mesa consigo junto a los vasos y aderezos, todo junto. Un grito fúrico de dolor abandonó su garganta, obligándose a quitarse las prendas empapadas en el hervido que le hacía daño al contacto con su piel.
—¡Maldita mocosa atolondrada! ¡¿qué no ves por donde caminas, estúpida?!
Ninguno de los cabos se atrevió a reír, por extraño que pudiera parecer. Visto lo visto, aquél flacuchento debía imponer suficiente respeto en aquellos hombres de mar para que, ante semejante desgracia, ninguno de ellos se esmerase a burlarse de su capitán.
Los ojos desorbitados de Kincho se paseaban por su torso ahora desnudo, herido de quemaduras. Parte de su cuello también se empezaba a poner rojo.
—¡Traed agua fría y hielo, joder!
Si de algo carecía Kaido, era de paciencia. Pero Kaido no estaba al mando ese día, tal y como se lo había hecho saber a todos sus marineros, incluyendo los que aún permanecían cuidando de Baratie. Kincho, en cambio, un hombre acostumbrado a largas horas de vigilia en una cárcel extranjera, debía tener mucha. Y por lo general así lo demostraba el escualo cuando usaba aquél disfraz, el único recolectado hasta ahora con su habilidad para moldear su agua interior. No hay paciencia que valga, sin embargo, cuando una taza de calco caliente te cae encima. El hombre se echó hacia atrás cuando se vio venir el tropezón y cayó de culo, llevándose mesa consigo junto a los vasos y aderezos, todo junto. Un grito fúrico de dolor abandonó su garganta, obligándose a quitarse las prendas empapadas en el hervido que le hacía daño al contacto con su piel.
—¡Maldita mocosa atolondrada! ¡¿qué no ves por donde caminas, estúpida?!
Ninguno de los cabos se atrevió a reír, por extraño que pudiera parecer. Visto lo visto, aquél flacuchento debía imponer suficiente respeto en aquellos hombres de mar para que, ante semejante desgracia, ninguno de ellos se esmerase a burlarse de su capitán.
Los ojos desorbitados de Kincho se paseaban por su torso ahora desnudo, herido de quemaduras. Parte de su cuello también se empezaba a poner rojo.
—¡Traed agua fría y hielo, joder!