13/11/2019, 02:37
El pobre muchacho se arrastró hasta una silla cercana que no se hubiese llevado consigo al suelo y trató de sentarse en ella como pudo, mientras arremolinaba las cejas y contraía la nariz en muecas de verdadero sufrimiento y dolor. Visto lo visto, aquél hombre no estaba fingiendo ni su apariencia, ni las secuelas de una sopa hirviendo cayendo directo a su pecho.
Alzó la vista, y un par de ojos iracundos, de color perlado, se postró sobre la niña.
«Joder. ¡Joder! ¡por qué tenías que estar tú aquí, ahora!» —soltó para sus adentros, tratando de mantener la compostura. Si rompía su actuación, quizás sí le fuera a descubrir. La pregunta era: ¿qué tan bien le conocía Ayame? ... ¿qué tan ... bien?
—¿Ah, sí? ¿me invitarás a mí? ¿y a toda mi tripulación?
—¡AÚ, AÚ, AÚ —gritaron tras él en coro.
Alzó la vista, y un par de ojos iracundos, de color perlado, se postró sobre la niña.
«Joder. ¡Joder! ¡por qué tenías que estar tú aquí, ahora!» —soltó para sus adentros, tratando de mantener la compostura. Si rompía su actuación, quizás sí le fuera a descubrir. La pregunta era: ¿qué tan bien le conocía Ayame? ... ¿qué tan ... bien?
—¿Ah, sí? ¿me invitarás a mí? ¿y a toda mi tripulación?
—¡AÚ, AÚ, AÚ —gritaron tras él en coro.