16/11/2019, 18:54
Primo, primo, primo, primo....
Por un momento, Kincho se sintió... extraño. Muy extraño. ¿Qué había sido esa punzada nostálgica que le martilló allí en lo más profundo de su pecho? ¿por qué de pronto se vio embargado por una súbita tristeza que fulguraba llena de recuerdos? buenos recuerdos. Buenos momentos. Creía no haber tenido de esos nunca, no al menos alguno que fuera real. Él no tenía amigos. No tenía a una prima en su antiguo hogar. No, todos ellos complotaban con Amekoro Yui para atarle y dominarle como un jodido chucho.
El sonido de espadas batiéndose en esgrima le atizaba los oídos. Eran sus recuerdos, enfrentando en un combate a muerte con las corrientes opresivas del Bautizo del Dragón. Reduciendo a la nada los conatos de... rebeldía. Enterrando más aún un pasado que pondría en peligro la fidelidad del objetivo hacia Dragón Rojo.
Oh, pero el Dragón estaba preocupado. Venía siendo concurrente, eso, de que Umikiba Kaido empezase a cuestionarse algunas cosas.
—Pst. Estás como una cabra, muchacha. ¿A quién cojones llamas primo tú? —la miró con suspicacia durante unos segundos y por un momento, apenas perceptible, sonrió—. en fin, que te den. Me cansé de esperar.[/color]
Kincho-sama se levantó y tiró la silla, iracundo. Hizo un gesto con la mano y sus hombres se levantaron para seguir su paso hacia el exterior. Lo cierto es que él y su tripulación tenían asuntos muy importantes de los qué ocuparse en Coladragón, y no iba a perder el tiempo en el jueguito de Ayame, que los mismísimos Dioses la habían puesto irónicamente ahí, justo cuando él decidía volver a las tierras de la Tormenta. Tan sólo esperaba que su disfraz permanente hubiese sido un elemento disuasorio lo suficientemente creíble para que no viniese a tocar los cojones mientras él se ocupaba de lo suyo.
Porque, con lo histérica que se solía poner Ayame con las drogas, seguro que si veía el cargamento de Omoide que iba a cagar clandestinamente en su barco, se la iba a liar parda.
Kincho abandonó el local y se fue caminando junto a su gente hacia un barrio lejano, en los rincones más profundos de aquél puerto costero.
Por un momento, Kincho se sintió... extraño. Muy extraño. ¿Qué había sido esa punzada nostálgica que le martilló allí en lo más profundo de su pecho? ¿por qué de pronto se vio embargado por una súbita tristeza que fulguraba llena de recuerdos? buenos recuerdos. Buenos momentos. Creía no haber tenido de esos nunca, no al menos alguno que fuera real. Él no tenía amigos. No tenía a una prima en su antiguo hogar. No, todos ellos complotaban con Amekoro Yui para atarle y dominarle como un jodido chucho.
El sonido de espadas batiéndose en esgrima le atizaba los oídos. Eran sus recuerdos, enfrentando en un combate a muerte con las corrientes opresivas del Bautizo del Dragón. Reduciendo a la nada los conatos de... rebeldía. Enterrando más aún un pasado que pondría en peligro la fidelidad del objetivo hacia Dragón Rojo.
Oh, pero el Dragón estaba preocupado. Venía siendo concurrente, eso, de que Umikiba Kaido empezase a cuestionarse algunas cosas.
—Pst. Estás como una cabra, muchacha. ¿A quién cojones llamas primo tú? —la miró con suspicacia durante unos segundos y por un momento, apenas perceptible, sonrió—. en fin, que te den. Me cansé de esperar.[/color]
Kincho-sama se levantó y tiró la silla, iracundo. Hizo un gesto con la mano y sus hombres se levantaron para seguir su paso hacia el exterior. Lo cierto es que él y su tripulación tenían asuntos muy importantes de los qué ocuparse en Coladragón, y no iba a perder el tiempo en el jueguito de Ayame, que los mismísimos Dioses la habían puesto irónicamente ahí, justo cuando él decidía volver a las tierras de la Tormenta. Tan sólo esperaba que su disfraz permanente hubiese sido un elemento disuasorio lo suficientemente creíble para que no viniese a tocar los cojones mientras él se ocupaba de lo suyo.
Porque, con lo histérica que se solía poner Ayame con las drogas, seguro que si veía el cargamento de Omoide que iba a cagar clandestinamente en su barco, se la iba a liar parda.
Kincho abandonó el local y se fue caminando junto a su gente hacia un barrio lejano, en los rincones más profundos de aquél puerto costero.