16/11/2019, 19:52
Fueron apenas unos segundos, pero parecieron durar horas. Él se mantuvo en absoluto silencio, mientras ella aguardaba expectante, buceando en sus ojos, tratando de ver más allá. Tratando de ver un mínimo resquicio que hubiesen causado sus palabras, una sacudida, algún tipo de expresión, algo... Pero no lo encontró.
—Pst. Estás como una cabra, muchacha. ¿A quién cojones llamas primo tú? —le soltó, y Ayame se apartó de él como si le hubiese dado calambre—. En fin, que te den. Me cansé de esperar.
Ella no respondió. Con la cabeza agachada, las mejillas encendidas y los ojos inundados de lágrimas, aguardó en silencio mientras el capitán se levantaba tirando la silla en un gesto lleno de ira. Y sus hombres le siguieron, obedientes.
—¿Qué? ¿Ya se marchan? —preguntó un consternado Kamiseba, pero sin atreverse a cortarles el paso.
Los marineros atravesaron la puerta. Afortunadamente la tormenta parecía haber amainado y, aunque seguía lloviendo y tronando allí fuera, sin duda ya no era la tormenta que amenazaba con arrancarlos del suelo y ahogarlos.
Ayame, con la cabeza aún gacha, echó a andar hacia el piso superior.
—Lo siento, Kamiseba-san, te he echo perder clientes —murmuró al pasar al lado del balbuceante tabernero.
Subió los escalones de madera y se metió en la habitación que le habían proporcionado durante todos aquellos días. Todas sus pertenencias seguían allí. Algunas prendas de ropa tiradas de cualquiera manera y descuidada en las sillas o en la cama, pero a ella no parecía preocuparle demasiado. De hecho, seguía dándole vueltas a la cabeza. Ella no era así, ¿por qué seguía insistiendo?
«Debería desistir, Señorita.»
«Pero era su voz... ¡Era su voz, lo sé!» Exclamó para sí, mientras rebuscaba en el armario una gruesa túnica de color gris que se caló por encima de los hombros, cuidándose de ocultar la cabeza también tras la capucha.
Ayame pudo escuchar el suspiro de Kokuō dentro de ella.
«Las Técnicas de Transformación se desvanecen ante los sobresaltos. Le ha tirado un cazo de caldo hirviendo, ¿qué más sobresaltos necesita como prueba?»
«Necesito... Necesito asegurarme... Sólo una vez más...» Respondió Ayame, abriendo la ventana y apoyando el pie en el marco.
«Se da cuenta de que es así como se mete siempre en líos, ¿verdad?»
«Lo sé.» Asintió, antes de decidirse a saltar y extender sus alas de agua detrás de ella.
Ayame voló todo lo alto que fue capaz, con sus ojos clavados en tierra. Buscaría al pelotón de marineros y los seguiría desde el aire, a buena distancia para evitar que la vieran.
—Pst. Estás como una cabra, muchacha. ¿A quién cojones llamas primo tú? —le soltó, y Ayame se apartó de él como si le hubiese dado calambre—. En fin, que te den. Me cansé de esperar.
Ella no respondió. Con la cabeza agachada, las mejillas encendidas y los ojos inundados de lágrimas, aguardó en silencio mientras el capitán se levantaba tirando la silla en un gesto lleno de ira. Y sus hombres le siguieron, obedientes.
—¿Qué? ¿Ya se marchan? —preguntó un consternado Kamiseba, pero sin atreverse a cortarles el paso.
Los marineros atravesaron la puerta. Afortunadamente la tormenta parecía haber amainado y, aunque seguía lloviendo y tronando allí fuera, sin duda ya no era la tormenta que amenazaba con arrancarlos del suelo y ahogarlos.
Ayame, con la cabeza aún gacha, echó a andar hacia el piso superior.
—Lo siento, Kamiseba-san, te he echo perder clientes —murmuró al pasar al lado del balbuceante tabernero.
Subió los escalones de madera y se metió en la habitación que le habían proporcionado durante todos aquellos días. Todas sus pertenencias seguían allí. Algunas prendas de ropa tiradas de cualquiera manera y descuidada en las sillas o en la cama, pero a ella no parecía preocuparle demasiado. De hecho, seguía dándole vueltas a la cabeza. Ella no era así, ¿por qué seguía insistiendo?
«Debería desistir, Señorita.»
«Pero era su voz... ¡Era su voz, lo sé!» Exclamó para sí, mientras rebuscaba en el armario una gruesa túnica de color gris que se caló por encima de los hombros, cuidándose de ocultar la cabeza también tras la capucha.
Ayame pudo escuchar el suspiro de Kokuō dentro de ella.
«Las Técnicas de Transformación se desvanecen ante los sobresaltos. Le ha tirado un cazo de caldo hirviendo, ¿qué más sobresaltos necesita como prueba?»
«Necesito... Necesito asegurarme... Sólo una vez más...» Respondió Ayame, abriendo la ventana y apoyando el pie en el marco.
«Se da cuenta de que es así como se mete siempre en líos, ¿verdad?»
«Lo sé.» Asintió, antes de decidirse a saltar y extender sus alas de agua detrás de ella.
Ayame voló todo lo alto que fue capaz, con sus ojos clavados en tierra. Buscaría al pelotón de marineros y los seguiría desde el aire, a buena distancia para evitar que la vieran.