17/11/2019, 22:00
Ayame siguió al grupo desde las alturas, de la forma más sigilosa que fue capaz y menteniendo siempre las distancias para minimizar cualquier probabilidad de que la descubrieran. Avanzaron por la ciudad de Coladragón como si fueran los amos del cotarro. Y a la kunoichi no se le escapó el detalle de las miradas de los ciudadanos que levantaban a su paso.
«No son unos simples marineros...» Meditó para sí. «Unos simples mercaderes o pescadores no levantarían esas miradas... Puede que sean famosos aquí, que muevan mucho dinero, o...»
Se detuvieron al fin frente a un edificio grande de una sola planta, recubierto entero de metal y zinc. Ayame se refugió en lo alto del edificio contiguo, mientras observaba cuidadosamente. El supuesto capitán del grupo se adelantó y se plantó frente a un portón metálico: Toc, toc, toc. Tres fueron los golpes dados, tres golpes que resonaron con un ritmo característico que denotaba una contraseña para acceder a su interior. Ayame lo memorizó para sí. Solo por si acaso. Fue un hombre calvo y con bigote el que les abrió la entrada y les cedió el paso. A todos, menos a dos hombres que se quedaron vigilando la entrada.
Ayame chasqueó la lengua para sí. La misión de investigación se dificultaba. Con el vuelo silencioso de un búho, la kunoichi batió las alas y sobrevoló lo alto del edificio. Buscaba una ventana por la que pudiera espiar, o quizás una hendidura o un resquicio entre las placas metálicas que componían el edificio. Cualquier mínimo resquicio por el que pudiera colarse.
«No son unos simples marineros...» Meditó para sí. «Unos simples mercaderes o pescadores no levantarían esas miradas... Puede que sean famosos aquí, que muevan mucho dinero, o...»
Se detuvieron al fin frente a un edificio grande de una sola planta, recubierto entero de metal y zinc. Ayame se refugió en lo alto del edificio contiguo, mientras observaba cuidadosamente. El supuesto capitán del grupo se adelantó y se plantó frente a un portón metálico: Toc, toc, toc. Tres fueron los golpes dados, tres golpes que resonaron con un ritmo característico que denotaba una contraseña para acceder a su interior. Ayame lo memorizó para sí. Solo por si acaso. Fue un hombre calvo y con bigote el que les abrió la entrada y les cedió el paso. A todos, menos a dos hombres que se quedaron vigilando la entrada.
Ayame chasqueó la lengua para sí. La misión de investigación se dificultaba. Con el vuelo silencioso de un búho, la kunoichi batió las alas y sobrevoló lo alto del edificio. Buscaba una ventana por la que pudiera espiar, o quizás una hendidura o un resquicio entre las placas metálicas que componían el edificio. Cualquier mínimo resquicio por el que pudiera colarse.