27/11/2019, 02:28
(Última modificación: 27/11/2019, 02:40 por Ryūnosuke. Editado 1 vez en total.)
Y la montaña le devolvió la mirada. Con esos ojos verdes, tan intensos, tan brillantes. Un lector despistado podría imaginárselos del color de un prado, del vidrio de una botella de sidra, o del del musgo que crecía en las rocas de un río. No, no era ese tipo de verde, sino el que alumbraba por un ínfimo instante el cielo cuando moría el sol. Ese último rayo del ocaso. Ese tono de muerte. Ese mismo brillo que desprendía el filo de una guillotina antes de caer.
Seis meses habían pasado ya desde el fatídico Kaji Saiban. Seis meses desde que Uchiha Zaide le había atravesado la espalda, el pulmón y el pecho con una lanza dorada. Seis meses desde que había hincado las rodillas. Seis meses desde que, por primera vez en su vida, había conocido la derrota.
Kyūtsuki había cuidado de él hasta que fue lo bastante fuerte como para echarla a empujones. Le había instalado una máquina de oxígeno en la habitación para ayudarle a respirar las primeras semanas. Le había hecho curas. Le había ayudado a cicatrizar. A sanar. Ahora, tan solo quedaba una larga cicatriz de unos quince centímetros que cruzaba uno de sus pectorales, y una gemela a su espalda.
Pero volvía a ser el que era. O al menos, lo aparentaba.
Ryū había estado callado durante todo el trayecto. Había vuelto a ejercitarse, a entrenarse, pero sabía que necesitaba algo más que eso si de verdad quería saber en qué condiciones se encontraba. Necesitaba luchar. Necesitaba probar sus garras.
—A Shaneji le gustaba mucho venir a entrenar aquí —recordó, mientras se quitaba el abrigo de piel de oso y lo tiraba sobre la fría capa de hielo. Apoyó la cabeza de la Dai Tsuchi en el suelo, apoyando ambas manos sobre la base del mango. Fue entonces cuando Kaido pudo reparar en un detalle en el que no se había fijado hasta ahora: en la cabeza del martillo de guerra había una inscripción:
Todas las grandes armas tienen un nombre, e incluso el Gran Dragón, tan frío y tan poco presuntuoso como era él, no había podido evitar bautizar a la suya.
Seis meses habían pasado ya desde el fatídico Kaji Saiban. Seis meses desde que Uchiha Zaide le había atravesado la espalda, el pulmón y el pecho con una lanza dorada. Seis meses desde que había hincado las rodillas. Seis meses desde que, por primera vez en su vida, había conocido la derrota.
Kyūtsuki había cuidado de él hasta que fue lo bastante fuerte como para echarla a empujones. Le había instalado una máquina de oxígeno en la habitación para ayudarle a respirar las primeras semanas. Le había hecho curas. Le había ayudado a cicatrizar. A sanar. Ahora, tan solo quedaba una larga cicatriz de unos quince centímetros que cruzaba uno de sus pectorales, y una gemela a su espalda.
Pero volvía a ser el que era. O al menos, lo aparentaba.
Ryū había estado callado durante todo el trayecto. Había vuelto a ejercitarse, a entrenarse, pero sabía que necesitaba algo más que eso si de verdad quería saber en qué condiciones se encontraba. Necesitaba luchar. Necesitaba probar sus garras.
—A Shaneji le gustaba mucho venir a entrenar aquí —recordó, mientras se quitaba el abrigo de piel de oso y lo tiraba sobre la fría capa de hielo. Apoyó la cabeza de la Dai Tsuchi en el suelo, apoyando ambas manos sobre la base del mango. Fue entonces cuando Kaido pudo reparar en un detalle en el que no se había fijado hasta ahora: en la cabeza del martillo de guerra había una inscripción:
Cometruenos
Todas las grandes armas tienen un nombre, e incluso el Gran Dragón, tan frío y tan poco presuntuoso como era él, no había podido evitar bautizar a la suya.
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