9/12/2019, 23:18
(Última modificación: 18/12/2019, 19:55 por Uchiha Datsue. Editado 2 veces en total.)
Los rayos de sol acariciaban su piel; el graznido de los cuervos, al otro lado de la ventana, llegaba nítido a sus oídos; y la luz del nuevo día atravesaba sus párpados y entraba por su retina. Sin embargo, cuando abrió los ojos todo estaba oscuro y borroso a su alrededor, como si alguien le hubiese puesto un saco en la cabeza y tuviese que esforzarse por ver a través de la tela. Nada a lo que no estuviese acostumbrado. Sus días sacando Susano’os como quien saca el perro a pasear le habían pasado factura. No se arrepentía. Siempre supo que tendría una vida corta, pero intensa. A lo que no estaba acostumbrado es al pegote negruzco que recortaba su visión a la mitad. Se pasó la mano por delante del ojo izquierdo, y pese a que su cerebro le decía que ahí estaba, su ojo callaba.
No veía. No veía nada.
Retazos borrosos llegaron a su memoria. Su combate contra Ryū, el sabor a sangre inundando su paladar, el quemazón en los pulmones, el dolor atroz en la mano izquierda. Recordó el júbilo y el frenesí, la adrenalina que solo un buen combate podía otorgar. Recordó cómo se vio obligado a sacrificar su ojo izquierdo. Recordó el premio que eso trajo.
Y ahora, allí estaba. Tumbado en una cama, con un brazo inmovilizado y una mano vendada hasta el codo. Sentía telas recorriendo su rostro, como una vez tuvieron que recorrer la cara del chico que le observaba. Le estaba observando fijamente, como esperando algo. Zaide se tomó un momento, desvió la mirada por el resto de la habitación y halló a su hermana, en una esquina. Observándole. Sabía que ella no estaba realmente allí. Que tan solo era fruto de la culpa. Un Genjutsu eterno que él mismo se había autoimpuesto, cuyo único Kai era saldar la deuda.
Saldar la deuda… Claro. Ahora lo recordaba. Creyó haberlo soñado, creyó que el susurro de Money revelándole una verdad innombrable no era más que eso, un puñetero sueño. Ahora, la duda le corroía por dentro, y dolía más que todos los huesos rotos que sentía entre sus carnes.
Supo que no debía preguntar. La fama de tío duro no se mantenía mostrando fragilidad. Más tenía que reconocer que, dadas las circunstancias, poco importaba ya. ¿A quién quería engañar? Estaba más acabado que un samurái sin katana.
—Dime que no es cierto. —Ni siquiera se reconoció la voz. Ya no sonaba como un cuerno de guerra anunciando batalla. Ni retumbaba como el primer trueno de una tormenta en mar abierto. De todas las virtudes con las que había nacido, su voz era de las pocas que había podido mantener a lo largo de los años. Capaz de moldear la voluntad de los demás con la precisión de un cincel y la brutalidad de un buen hachazo partiéndote en dos. Ahora, sonaba a cristal roto. Ahora, retumbaba como el susurro del viento al otro lado de la ventana, mientras tú estabas bien calentito en el sofá con tu taza de chocolate humeante. Era tan patético, que le costó volver a hablar—. Dime que no es cierto.
No veía. No veía nada.
Retazos borrosos llegaron a su memoria. Su combate contra Ryū, el sabor a sangre inundando su paladar, el quemazón en los pulmones, el dolor atroz en la mano izquierda. Recordó el júbilo y el frenesí, la adrenalina que solo un buen combate podía otorgar. Recordó cómo se vio obligado a sacrificar su ojo izquierdo. Recordó el premio que eso trajo.
Y ahora, allí estaba. Tumbado en una cama, con un brazo inmovilizado y una mano vendada hasta el codo. Sentía telas recorriendo su rostro, como una vez tuvieron que recorrer la cara del chico que le observaba. Le estaba observando fijamente, como esperando algo. Zaide se tomó un momento, desvió la mirada por el resto de la habitación y halló a su hermana, en una esquina. Observándole. Sabía que ella no estaba realmente allí. Que tan solo era fruto de la culpa. Un Genjutsu eterno que él mismo se había autoimpuesto, cuyo único Kai era saldar la deuda.
Saldar la deuda… Claro. Ahora lo recordaba. Creyó haberlo soñado, creyó que el susurro de Money revelándole una verdad innombrable no era más que eso, un puñetero sueño. Ahora, la duda le corroía por dentro, y dolía más que todos los huesos rotos que sentía entre sus carnes.
Supo que no debía preguntar. La fama de tío duro no se mantenía mostrando fragilidad. Más tenía que reconocer que, dadas las circunstancias, poco importaba ya. ¿A quién quería engañar? Estaba más acabado que un samurái sin katana.
—Dime que no es cierto. —Ni siquiera se reconoció la voz. Ya no sonaba como un cuerno de guerra anunciando batalla. Ni retumbaba como el primer trueno de una tormenta en mar abierto. De todas las virtudes con las que había nacido, su voz era de las pocas que había podido mantener a lo largo de los años. Capaz de moldear la voluntad de los demás con la precisión de un cincel y la brutalidad de un buen hachazo partiéndote en dos. Ahora, sonaba a cristal roto. Ahora, retumbaba como el susurro del viento al otro lado de la ventana, mientras tú estabas bien calentito en el sofá con tu taza de chocolate humeante. Era tan patético, que le costó volver a hablar—. Dime que no es cierto.
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