22/12/2019, 16:00
(Última modificación: 22/12/2019, 16:03 por Amedama Daruu. Editado 1 vez en total.)
Chīro corría descalza a través del bosque, consciente desde hacía tiempo que estaba llegando a un punto de no retorno. Pero no había alternativa. Las piernas, a acalambradas, le ardían. Los pies dolían por las heridas sangrantes fruto de pisar ramas de madera muerta y piñas a medio roer.
Escuchó de nuevo las risas y el corazón casi se le sale por la boca. Tropezó con una piedra y se partió el dedo pulgar. Gritó, y cayó al suelo torpemente.
Las risas y los vítores sádicos se acercaron. Sintió que se mareaba. La niña trató de levantarse sin éxito. Una mano se cerró firme sobre su tobillo, y ella se revolvió tratando de defenderse con una pequeña navaja.
Frente a ella, boca abajo, estaba el hombre que había matado a sus padres. Recordó la sangre. Había mucha sangre. Pero no lloró, porque no quedaban lágrimas. Sólo rabia.
Consiguió hacerle una raja en el cuello al extraño, pero sólo salió un hilillo rojo. Él extendió el brazo para que no volviera a suceder, y Chīro se quedó pataleando.
—Es sólo una niña, por Amenokami. Déjala irse —dijo una voz de mujer. La chica salió de detrás de los árboles. Cómo él, vestía con un traje de piel de lobo de color oscuro.
—No —gruñó él, y Chīro se revolvió con aún más fuerza—. No es una niña. Es un mensaje. —El hombre levantó el filo del hacha que sujetaba con la otra mano, y lo proyectó hacia el frágil torso de la última víctima de la masacre del Claro de Hitoya.
A Daruu le golpeó un objeto cilíndrico en la cabeza. Se quejó e instintivamente le echó mano antes de que cayera al suelo. Un pergamino pequeño. Miró a su alrededor buscando al culpable.
—¡A ver! ¡El capullo que me ha tirado esto! ¿De qué vas? —Pero la gente que pasaba a su alrededor le miraba sin saber muy bien qué pasaba. Reparó en una señora mayor que estaba sentada en una izakaya, y que le señalaba con una sonrisa a una de las tuberías del edificio que quedaba a su derecha. Daruu alzó una ceja y se dio la vuelta—. Anda, mira qué bien. ¿No tenías otra manera de dármelo?
—¡Eeaeeeaakk! —contestó el pequeño búho nival desde su percha.
—Osea, que tú no hablas, pero un puto jabalí que aparece de la nada sí. —rio, ante la incredulidad de los viandantes, y subió a la tubería acuclillándose al lado del ave—. Vamos a ver qué tienes para mí... —Con cuidado, deshizo el nudo de un pequeño lacito verde que envolvía el pergamino y lo abrió.
—¡¡EEEEK!!
El búho se lanzó al aire y remontó el vuelo, perdiéndose en la oscuridad de un callejón cercano.
—¿En serio? —resopló Daruu en voz alta. Tuvo que levantarse a trompicones para no perder de vista al maldito búho nival. Saltó al edificio de enfrente y siguió el rastro del vuelo—. ¡Dios, pero qué tonto soy! —maldijo. «A veces se me olvida que vuelvo a tener el Byakugan.»
Había pasado poco tiempo desde que al fin había podido quitarse la venda de la operación, y Daruu volvía a no acostumbrarse a ello a pesar de que sus ojos siempre habían sido suyos. Como se había quitado la venda antes de tiempo, hasta ahora se echaba gotas en los ojos de vez en cuando. Y por lo visto Kōri-sensei se había dado cuenta de que ya estaba al cien por cien.
Lo encontró recostado sobre un árbol en un pequeño parque al este de la ciudad. Daruu frenó deslizándose por la hierba y se tomó un minuto para tomar aire. Kōri acariciaba inexpresivo la cabecita del búho nival, que parecía orgulloso de haber cumplido su tarea.
—¿Misión? —preguntó Daruu.
—Misión —asintió Kōri.
—¿De qué va?
—Cuando llegue Ayame os cuento.
—¿Cuándo saldremos?
—Ahora.
—¿¡Ahora!? ¡Pero si no llevo mis armas!
—¿Y por qué no llevas tus armas?
—¡Pues porque me hiciste seguir a tu búho deprisa y corriendo!
—Eeeeak.
—Bueno, ve a por ellas mientras viene Ayame. Pero date prisa.
Daruu puso cara de pocos amigos y se dio la vuelta, echando a correr de inmediato.
Escuchó de nuevo las risas y el corazón casi se le sale por la boca. Tropezó con una piedra y se partió el dedo pulgar. Gritó, y cayó al suelo torpemente.
Las risas y los vítores sádicos se acercaron. Sintió que se mareaba. La niña trató de levantarse sin éxito. Una mano se cerró firme sobre su tobillo, y ella se revolvió tratando de defenderse con una pequeña navaja.
Frente a ella, boca abajo, estaba el hombre que había matado a sus padres. Recordó la sangre. Había mucha sangre. Pero no lloró, porque no quedaban lágrimas. Sólo rabia.
Consiguió hacerle una raja en el cuello al extraño, pero sólo salió un hilillo rojo. Él extendió el brazo para que no volviera a suceder, y Chīro se quedó pataleando.
—Es sólo una niña, por Amenokami. Déjala irse —dijo una voz de mujer. La chica salió de detrás de los árboles. Cómo él, vestía con un traje de piel de lobo de color oscuro.
—No —gruñó él, y Chīro se revolvió con aún más fuerza—. No es una niña. Es un mensaje. —El hombre levantó el filo del hacha que sujetaba con la otra mano, y lo proyectó hacia el frágil torso de la última víctima de la masacre del Claro de Hitoya.
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A Daruu le golpeó un objeto cilíndrico en la cabeza. Se quejó e instintivamente le echó mano antes de que cayera al suelo. Un pergamino pequeño. Miró a su alrededor buscando al culpable.
—¡A ver! ¡El capullo que me ha tirado esto! ¿De qué vas? —Pero la gente que pasaba a su alrededor le miraba sin saber muy bien qué pasaba. Reparó en una señora mayor que estaba sentada en una izakaya, y que le señalaba con una sonrisa a una de las tuberías del edificio que quedaba a su derecha. Daruu alzó una ceja y se dio la vuelta—. Anda, mira qué bien. ¿No tenías otra manera de dármelo?
—¡Eeaeeeaakk! —contestó el pequeño búho nival desde su percha.
—Osea, que tú no hablas, pero un puto jabalí que aparece de la nada sí. —rio, ante la incredulidad de los viandantes, y subió a la tubería acuclillándose al lado del ave—. Vamos a ver qué tienes para mí... —Con cuidado, deshizo el nudo de un pequeño lacito verde que envolvía el pergamino y lo abrió.
Misión. Sigue a mi búho.
—¡¡EEEEK!!
El búho se lanzó al aire y remontó el vuelo, perdiéndose en la oscuridad de un callejón cercano.
—¿En serio? —resopló Daruu en voz alta. Tuvo que levantarse a trompicones para no perder de vista al maldito búho nival. Saltó al edificio de enfrente y siguió el rastro del vuelo—. ¡Dios, pero qué tonto soy! —maldijo. «A veces se me olvida que vuelvo a tener el Byakugan.»
Había pasado poco tiempo desde que al fin había podido quitarse la venda de la operación, y Daruu volvía a no acostumbrarse a ello a pesar de que sus ojos siempre habían sido suyos. Como se había quitado la venda antes de tiempo, hasta ahora se echaba gotas en los ojos de vez en cuando. Y por lo visto Kōri-sensei se había dado cuenta de que ya estaba al cien por cien.
Lo encontró recostado sobre un árbol en un pequeño parque al este de la ciudad. Daruu frenó deslizándose por la hierba y se tomó un minuto para tomar aire. Kōri acariciaba inexpresivo la cabecita del búho nival, que parecía orgulloso de haber cumplido su tarea.
—¿Misión? —preguntó Daruu.
—Misión —asintió Kōri.
—¿De qué va?
—Cuando llegue Ayame os cuento.
—¿Cuándo saldremos?
—Ahora.
—¿¡Ahora!? ¡Pero si no llevo mis armas!
—¿Y por qué no llevas tus armas?
—¡Pues porque me hiciste seguir a tu búho deprisa y corriendo!
—Eeeeak.
—Bueno, ve a por ellas mientras viene Ayame. Pero date prisa.
Daruu puso cara de pocos amigos y se dio la vuelta, echando a correr de inmediato.