8/01/2020, 21:02
Zaide lo contemplaba todo desde la distancia, tratando de mantenerse frío, impasible. De haber dependido de él la decisión, hubiese perdonado la vida de aquella chica, sin siquiera interrogarla. Supuso que una parte de él se veía reflejada en ella. En sus tiempos jóvenes, él también disfrutaba de tender emboscadas en sitios como aquel. Sí, disfrutaba. De la tensión. De la adrenalina que corría por su cuerpo en esos segundos de incertidumbre. De esas trampas estratégicas que colocaban por si las cosas se salían de madre.
Hubiese podido justificarse a sí mismo, decir que en realidad lo hacía por su hermana. Por tener algo con lo que pagarle algo caliente que llevarse a la boca. Pero eso hubiese sido engañarse con una media verdad. En realidad, siempre había sido un cabronazo.
Ahora que la escuchaba, sin embargo, tenía que hacer un esfuerzo titánico por no rebanarle el cuello él mismo. Desde el momento en que confesó el tipo de soborno que aceptaba —uno en concreto que le tocaba una vena sensible que tenía desde los siete años—, supo que aquella mujer iba a morir. Por el acero de Akame… o el suyo propio.
No disfrutó, no obstante, cuando le llegó el desenlace final. Ahogada en su propia sangre. Convulsionándose sobre su verdugo, luchando por respirar una última bocanada de aire mientras se orinaba encima. Las muertes eran feas, olían mal y, por mucho que uno estuviese acostumbrado, las que eran a sangre fría siempre producían asco.
Esperó a que Akame se hubiese levantado y tranquilizado —aprovechando el momento para cachear el resto de cadáveres, pues nunca venían mal unas cuantas monedas extras—. Luego, le miró a los ojos y, con el Sharingan todavía encendido, le espetó, simple y llanamente:
—Eres un bastardo peligroso.
Por primera vez, Akame pudo notar en su tono algo distinto. Respeto, quizá. O temor. O admiración. O probablemente una mezcla de todas.
Hubiese podido justificarse a sí mismo, decir que en realidad lo hacía por su hermana. Por tener algo con lo que pagarle algo caliente que llevarse a la boca. Pero eso hubiese sido engañarse con una media verdad. En realidad, siempre había sido un cabronazo.
Ahora que la escuchaba, sin embargo, tenía que hacer un esfuerzo titánico por no rebanarle el cuello él mismo. Desde el momento en que confesó el tipo de soborno que aceptaba —uno en concreto que le tocaba una vena sensible que tenía desde los siete años—, supo que aquella mujer iba a morir. Por el acero de Akame… o el suyo propio.
No disfrutó, no obstante, cuando le llegó el desenlace final. Ahogada en su propia sangre. Convulsionándose sobre su verdugo, luchando por respirar una última bocanada de aire mientras se orinaba encima. Las muertes eran feas, olían mal y, por mucho que uno estuviese acostumbrado, las que eran a sangre fría siempre producían asco.
Esperó a que Akame se hubiese levantado y tranquilizado —aprovechando el momento para cachear el resto de cadáveres, pues nunca venían mal unas cuantas monedas extras—. Luego, le miró a los ojos y, con el Sharingan todavía encendido, le espetó, simple y llanamente:
—Eres un bastardo peligroso.
Por primera vez, Akame pudo notar en su tono algo distinto. Respeto, quizá. O temor. O admiración. O probablemente una mezcla de todas.