8/01/2020, 21:59
Zaide se rascó la cabeza. El cuerpo le pedía fumar uno de esos cigarros de los que Akame estaba tan viciado, y al mismo tiempo, le causaba rechazo el mero hecho de acercárselo a los labios. Una especie de relación amor-odio, provocado por Katame. Aquel bastardo había envenenado el tabaco que fumaba para minarle el físico poco a poco. Luego había pasado al omoide, claro. Pero el tabaco había sido la llave que le había permitido entrar.
Chasqueó la lengua. Ya tenía un aguante de mierda como para joder más los pulmones. Los iba a necesitar. Aquellas nuevas generaciones apretaban jodidamente fuerte. Para empezar, en su vida había visto cosa semejante. ¿Comandar a un enemigo para atacar a otro? Bueno, había visto fuuinjutsus que lo lograban. En la Prisión del Yermo, mismamente. Pero eso era una cosa, algo que tenías que preparar previamente y que requería su tiempo y espacio, y otra muy distinta que un bastardo, con una simple mirada, lo lograse.
Ya sabía que Akame era peligroso, desde el mismo momento en que le había visto con el Susano’o y que había descubierto que era el asesino de Shaneji. Pero una cosa era intuirlo, y otra verlo.
Se preguntó si realmente hacía bien en ayudarle a ser más fuerte. Suspiró, resignado, pensando en las palabras de Akame: ”se diría que no te cuesta nada poner el cerebro en off y tirarte de cabeza a la piscina sin comprobar si hay agua”.
No pudo evitar esbozar una sonrisa. Supuso que llevaba razón.
—Vámonos, discípulo mío —dijo, no sin cierta guasa, al recordar que Akame le había dicho, antes de iniciar el viaje, que pensase en él como uno. Pero se suponía que un alumno debía aprender del maestro, y Akame ya poco le quedaba por saber—. Es hora de que pague mi deuda.
Se encontraban en una pequeña abertura en el nacimiento de una montaña, que daba acceso a una cueva oscura y tétrica. Habían caminado por horas, recorrido puentes, sinuosos caminos e interminables cañones. Había sido en uno de estos últimos que habían encontrado una grieta por la que colarse, que parecía no llevar a ninguna parte. Era tan estrecha, que por tramos hasta tenían que ir de perfil, uno a uno, arrastrándose entre la piedra caliza anaranjada.
Zaide le había dicho que, pese a no aparecer en ningún mapa, él llamaba aquella ruta la Garganta de la Serpiente, por su forma tan sinuosa y estrecha. Fue un recorrido largo, en el que ocasiones perdieron de vista el cielo y el sol —como en aquellos momentos, donde la luz se colaba por pequeños orificios y aberturas no más anchas que el filo de una katana repartidas por el techo de piedra—, hasta finalmente llegar a su destino.
Zaide se detuvo en la entrada.
—A partir de aquí, sigues tú solo. Ahí adentro encontrarás respuestas. Quizá no las respuestas que piensas que buscas, pero definitivamente las respuestas que necesitas. —Sonrió. Le gustaba hacerse el enigmático de tanto en tanto—. Cuando vuelvas, si es que vuelves, me dirás: Zaide, oh, sabio entre los más sabios y maestro mío, considero tu deuda saldada. Nos tomaremos una buena cogorza para celebrarlo, y no sacaremos más el jodido tema de que hubo una vez que me sacaste las castañas del fuego.
Chasqueó la lengua. Ya tenía un aguante de mierda como para joder más los pulmones. Los iba a necesitar. Aquellas nuevas generaciones apretaban jodidamente fuerte. Para empezar, en su vida había visto cosa semejante. ¿Comandar a un enemigo para atacar a otro? Bueno, había visto fuuinjutsus que lo lograban. En la Prisión del Yermo, mismamente. Pero eso era una cosa, algo que tenías que preparar previamente y que requería su tiempo y espacio, y otra muy distinta que un bastardo, con una simple mirada, lo lograse.
Ya sabía que Akame era peligroso, desde el mismo momento en que le había visto con el Susano’o y que había descubierto que era el asesino de Shaneji. Pero una cosa era intuirlo, y otra verlo.
Se preguntó si realmente hacía bien en ayudarle a ser más fuerte. Suspiró, resignado, pensando en las palabras de Akame: ”se diría que no te cuesta nada poner el cerebro en off y tirarte de cabeza a la piscina sin comprobar si hay agua”.
No pudo evitar esbozar una sonrisa. Supuso que llevaba razón.
—Vámonos, discípulo mío —dijo, no sin cierta guasa, al recordar que Akame le había dicho, antes de iniciar el viaje, que pensase en él como uno. Pero se suponía que un alumno debía aprender del maestro, y Akame ya poco le quedaba por saber—. Es hora de que pague mi deuda.
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Se encontraban en una pequeña abertura en el nacimiento de una montaña, que daba acceso a una cueva oscura y tétrica. Habían caminado por horas, recorrido puentes, sinuosos caminos e interminables cañones. Había sido en uno de estos últimos que habían encontrado una grieta por la que colarse, que parecía no llevar a ninguna parte. Era tan estrecha, que por tramos hasta tenían que ir de perfil, uno a uno, arrastrándose entre la piedra caliza anaranjada.
Zaide le había dicho que, pese a no aparecer en ningún mapa, él llamaba aquella ruta la Garganta de la Serpiente, por su forma tan sinuosa y estrecha. Fue un recorrido largo, en el que ocasiones perdieron de vista el cielo y el sol —como en aquellos momentos, donde la luz se colaba por pequeños orificios y aberturas no más anchas que el filo de una katana repartidas por el techo de piedra—, hasta finalmente llegar a su destino.
Zaide se detuvo en la entrada.
—A partir de aquí, sigues tú solo. Ahí adentro encontrarás respuestas. Quizá no las respuestas que piensas que buscas, pero definitivamente las respuestas que necesitas. —Sonrió. Le gustaba hacerse el enigmático de tanto en tanto—. Cuando vuelvas, si es que vuelves, me dirás: Zaide, oh, sabio entre los más sabios y maestro mío, considero tu deuda saldada. Nos tomaremos una buena cogorza para celebrarlo, y no sacaremos más el jodido tema de que hubo una vez que me sacaste las castañas del fuego.