13/01/2020, 21:16
—Pues mira, no lo había pensado —se lamentó Daruu—, seguro que lo pierdo. Se me va a caer en un FOSO —exclamó, como alma en pena.
Y Ayame no pudo evitar soltar una risotada ante la exagerada reacción de su compañero de equipo.
—Qué bien nos vendría que alguno supiésemos Fuuinjutsu, ¿eh? Al menos así no tendríamos que preocuparnos de que lo perdieras —se burló, sacándole la lengua.
Aunque también iba en serio en cierta parte. Cada vez que se acordaba de las virguerías que Uchiha Datsue era capaz de realizar con las técnicas de sellado sentía algo de envidia. Aunque, ahora que lo pensaba, cualquiera le dejaba a aquel zorro a cargo de guardar un boleto de lotería premiado.
Siguieron caminando entre conversaciones más bien vacías y al cabo de unas dos horas comenzaron a atisbar los primeros esbozos del Bosque de Azur. Ninguno de los tres presentes tardaron en averiguar el por qué de su nombre. Las briznas de hierba refulgían con un extraño brillo azulado que cautivaba la mirada de cualquiera que pasara lo suficientemente cerca. Ayame alzó la cabeza hacia los árboles, cuyas copas se abrazaban entre sí, impidiendo el paso de los escasos rayos de sol que caían sobre el País de la Tormenta y creando en su seno un ambiente oscuro como una noche sin luna y sólo levemente iluminado por la vegetación rasa. Sólo hacía falta añadir algunas luciérnagas para crear una atmósfera feérica. Fue en ese momento cuando la kunoichi se vio en una encrucijada de sentimientos: la fascinación y la curiosidad, contrapuesta a su terror a la oscuridad. Fue Kōri quien la sacó de aquel hechizo, apoyando su mano gélida sobre su hombro. No dijo una sola palabra, pero la advertencia de sus ojos quedaba clara: Ni se te ocurra.
—Oye, a todo esto... ¿cómo se supone que vamos a dar con el tal...? —dijo Daruu entonces, mientras rebuscaba en el bolsillo de su chaqueta. Volvió a sacar el pergamino de la misión y revisó con cuidado el texto—. Amatsu... Yokuna. Vaya nombrecito.
—Según la información de la misión, uno de los poblados de las lindes del bosque sufrió los ataques de estos exiliados. Deberíamos empezar por allí —indicó Kōri.
Y Ayame no pudo evitar soltar una risotada ante la exagerada reacción de su compañero de equipo.
—Qué bien nos vendría que alguno supiésemos Fuuinjutsu, ¿eh? Al menos así no tendríamos que preocuparnos de que lo perdieras —se burló, sacándole la lengua.
Aunque también iba en serio en cierta parte. Cada vez que se acordaba de las virguerías que Uchiha Datsue era capaz de realizar con las técnicas de sellado sentía algo de envidia. Aunque, ahora que lo pensaba, cualquiera le dejaba a aquel zorro a cargo de guardar un boleto de lotería premiado.
Siguieron caminando entre conversaciones más bien vacías y al cabo de unas dos horas comenzaron a atisbar los primeros esbozos del Bosque de Azur. Ninguno de los tres presentes tardaron en averiguar el por qué de su nombre. Las briznas de hierba refulgían con un extraño brillo azulado que cautivaba la mirada de cualquiera que pasara lo suficientemente cerca. Ayame alzó la cabeza hacia los árboles, cuyas copas se abrazaban entre sí, impidiendo el paso de los escasos rayos de sol que caían sobre el País de la Tormenta y creando en su seno un ambiente oscuro como una noche sin luna y sólo levemente iluminado por la vegetación rasa. Sólo hacía falta añadir algunas luciérnagas para crear una atmósfera feérica. Fue en ese momento cuando la kunoichi se vio en una encrucijada de sentimientos: la fascinación y la curiosidad, contrapuesta a su terror a la oscuridad. Fue Kōri quien la sacó de aquel hechizo, apoyando su mano gélida sobre su hombro. No dijo una sola palabra, pero la advertencia de sus ojos quedaba clara: Ni se te ocurra.
—Oye, a todo esto... ¿cómo se supone que vamos a dar con el tal...? —dijo Daruu entonces, mientras rebuscaba en el bolsillo de su chaqueta. Volvió a sacar el pergamino de la misión y revisó con cuidado el texto—. Amatsu... Yokuna. Vaya nombrecito.
—Según la información de la misión, uno de los poblados de las lindes del bosque sufrió los ataques de estos exiliados. Deberíamos empezar por allí —indicó Kōri.