16/01/2020, 19:21
Los árboles pasaban a toda velocidad. Ayame sorteaba ramas, saltaba por encima de arbustos, y zigzagueaba entre los troncos en medio de aquella atmósfera mágica de brillo azulado. No hizo falta que rastrease dónde se encontraba la persecución, porque en aquél sepulcral silencio los llantos, los gritos y los vítores llegaban a ella altos y claros a su oído aventajado. La kunoichi siguió persiguiéndoles. Hubo un golpe seco a su izquierda, y un berrido desesperado: la niña había tropezado. Por la intensidad del ruido, a unos cincuenta metros de su posición.
Los vítores sádicos de los que la perseguían parecieron subir en volumen. Ayame corría todo lo rápido que podía hacia la escena, pero la maleza le impedía moverse con libertad.
—Es sólo una niña, por Amenokami. Déjala irse —pudo escuchar; era una voz de mujer.
—No —gruñó un joven—. No es una niña. Es un mensaje.
Justo entonces, Ayame llegó al claro. Habían dos personas: ambas vestidas con trajes de piel de lobo de color oscuro. Una de ellas era una mujer de pelo negro y ojos grises. El otro, era un muchacho rubio de su edad con el pelo corto, unos ojos verdes preciosos pero unas ojeras algo enfermizas y una barba rala de tres días.
Él era quien sujetaba a la chiquilla pelirroja vestida con andrajos, levantándola desde el suelo. Y suyo era el filo del hacha que empuñaba con la otra mano, que ahora se veía proyectado hacia su frágil torso.
Los vítores sádicos de los que la perseguían parecieron subir en volumen. Ayame corría todo lo rápido que podía hacia la escena, pero la maleza le impedía moverse con libertad.
—Es sólo una niña, por Amenokami. Déjala irse —pudo escuchar; era una voz de mujer.
—No —gruñó un joven—. No es una niña. Es un mensaje.
Justo entonces, Ayame llegó al claro. Habían dos personas: ambas vestidas con trajes de piel de lobo de color oscuro. Una de ellas era una mujer de pelo negro y ojos grises. El otro, era un muchacho rubio de su edad con el pelo corto, unos ojos verdes preciosos pero unas ojeras algo enfermizas y una barba rala de tres días.
Él era quien sujetaba a la chiquilla pelirroja vestida con andrajos, levantándola desde el suelo. Y suyo era el filo del hacha que empuñaba con la otra mano, que ahora se veía proyectado hacia su frágil torso.
![[Imagen: K02XwLh.png]](https://i.imgur.com/K02XwLh.png)