18/01/2020, 00:04
En varias ocasiones sintió el roce de las ramas y de los arbustos rasgando sus ropas y arañando la piel de sus brazos y de sus piernas, pero Ayame se obligó a continuar con todas fuerzas. Le había fallado una vez a aquella pobre niña, no podía fallarle una segunda. Por eso se laceró a sí misma, se forzó a seguir corriendo lo más rápido que le permitían sus piernas, siguiendo aquel rastro de chakra en el ambiente, y no tardó más que unos segundos más en llegar al punto de la casilla de la muerte. Aquella vez no tropezó dos veces con la misma piedra, o con los mismos makabishi, los evitó y enseguida se puso a seguir la estela de Nejima.
—¿¡Pero cómo es posible!? —gritó, al reparar en su presencia—. ¡Creía que te había dad-! ¡¡AHHH!!
Ni siquiera le dio tiempo a responder. Nejima desapareció de su vista de repente como si se le hubiese tragado la tierra. Y Ayame pronto comprendió que era más literal de lo que podría haber imaginado. Tan rápido corría que ni siquiera pudo frenar a tiempo. Su estómago dio un vuelco cuando sus pies perdieron el contacto con el suelo y su cuerpo dio una voltereta en el aire. Ni siquiera pudo gritar a tiempo. Ya no había ningún brillo azulado bajo sus pies que la tranquilizara. Se vio envuelta por una oscuridad tan densa como la de un agujero negro; y, mientras en sus oídos seguían reverberando los agónicos chillidos de Nejima, supo con toda certeza que iba a morir con él. Paralizada por el terror, ni siquiera se le pasó por la cabeza liberar sus...
El impacto llegó inexorable, pero fue mucho más blando y suave de lo que podría haber previsto. De tan aturdida y aterrada como estaba, aún tardó algunos largos segundos en volver en sí y darse cuenta de que no estaba muerta. Seguía viva. Ni siquiera había caído sobre roca, o hierba, o tierra. De hecho, cuando se atrevió a entreabrir los ojos se dio cuenta de que en realidad estaba rodeada de... ¿plumas?
El sonido del batir de alas la relajó un poco.
—¿Pa... —Deliró, incapaz de moverse. Su cuerpo temblaba sin control y el bombeo de su corazón latía con la fuerza de un tambor en su pecho, en su garganta y en sus sienes.
Pronto reparó en su error. Aquello no era un águila. Podrían confundirse fácilmente, tratándose de aves de presa como aquellas. Pero aquel pico ganchudo era algo más fino, sus ojos más grandes y oscuros, y sus alas y su cuerpo más esbeltos y estilizados. Era, de hecho, un halcón. Un halcón lo suficientemente grande como para sostenerla y poder volar al mismo tiempo.
—¿Cómo pretendes servir de refuerzo a Yokuna-kun si nada más llegar al Bosque te tiras por un foso? —habló, para su completa estupefacción.
—Yokuna... ¿Conoces a...? —preguntó débilmente, aún tratando de despejar la niebla de su mente. Entonces reparó en algo, y fue como si una garra helada le apretujara el corazón—. ¡La niña! ¿¡Dónde está la niña?!
«No me digas que ella también se ha caído aquí, por favor, no, no, no, no...»
—¿¡Pero cómo es posible!? —gritó, al reparar en su presencia—. ¡Creía que te había dad-! ¡¡AHHH!!
Ni siquiera le dio tiempo a responder. Nejima desapareció de su vista de repente como si se le hubiese tragado la tierra. Y Ayame pronto comprendió que era más literal de lo que podría haber imaginado. Tan rápido corría que ni siquiera pudo frenar a tiempo. Su estómago dio un vuelco cuando sus pies perdieron el contacto con el suelo y su cuerpo dio una voltereta en el aire. Ni siquiera pudo gritar a tiempo. Ya no había ningún brillo azulado bajo sus pies que la tranquilizara. Se vio envuelta por una oscuridad tan densa como la de un agujero negro; y, mientras en sus oídos seguían reverberando los agónicos chillidos de Nejima, supo con toda certeza que iba a morir con él. Paralizada por el terror, ni siquiera se le pasó por la cabeza liberar sus...
¡Plaff!
El impacto llegó inexorable, pero fue mucho más blando y suave de lo que podría haber previsto. De tan aturdida y aterrada como estaba, aún tardó algunos largos segundos en volver en sí y darse cuenta de que no estaba muerta. Seguía viva. Ni siquiera había caído sobre roca, o hierba, o tierra. De hecho, cuando se atrevió a entreabrir los ojos se dio cuenta de que en realidad estaba rodeada de... ¿plumas?
El sonido del batir de alas la relajó un poco.
—¿Pa... —Deliró, incapaz de moverse. Su cuerpo temblaba sin control y el bombeo de su corazón latía con la fuerza de un tambor en su pecho, en su garganta y en sus sienes.
Pronto reparó en su error. Aquello no era un águila. Podrían confundirse fácilmente, tratándose de aves de presa como aquellas. Pero aquel pico ganchudo era algo más fino, sus ojos más grandes y oscuros, y sus alas y su cuerpo más esbeltos y estilizados. Era, de hecho, un halcón. Un halcón lo suficientemente grande como para sostenerla y poder volar al mismo tiempo.
—¿Cómo pretendes servir de refuerzo a Yokuna-kun si nada más llegar al Bosque te tiras por un foso? —habló, para su completa estupefacción.
—Yokuna... ¿Conoces a...? —preguntó débilmente, aún tratando de despejar la niebla de su mente. Entonces reparó en algo, y fue como si una garra helada le apretujara el corazón—. ¡La niña! ¿¡Dónde está la niña?!
«No me digas que ella también se ha caído aquí, por favor, no, no, no, no...»