18/01/2020, 13:20
Kōri, finalmente, pareció encontrar un rastro que se perdía hacia el sur. Daruu le siguió de cerca, tratando de rastrear lo que a él se le pasara por alto. Y así, juntos, siguieron lentamente la pista de la muchacha.
—Pues si no te importa, voy a desactivar el Byakugan un rato —dijo Daruu—. Si el rastro se acaba, ya busco con mis ojos.
Los dos buscaron durante un largo rato, recorriendo un amplio terreno del bosque. Lo preocupante era que, evidentemente, Ayame se estaba dirigiendo hacia el interior prohibido de Azur. Daruu frunció el ceño y se temió lo peor, pero también le parecieron muy extrañas las circunstancias. Ayame querría haber salvado a la niña. No iba a irse hacia el interior del bosque y menos si tenía que cuidar de ella.
De pronto, el pie de Kōri rozó un objeto metálico. Casi pisa un grupo de makibishi en el suelo. Las puntas estaban manchadas de sangre.
—¿Eso son unos makibishi? —preguntó Daruu—. Qué raro. Si alguien los hubiera pisado, seguiría aquí clavado. ¿Quizás se trató de un clon de sombra? Son los únicos que pueden sangrar.
Ayame despertó. El suelo era de piedra, frío y húmedo. Había una penumbra ligeramente inquietante, pero la muchacha era perfectamente capaz de soportarla. Al fondo, tres pares de ojillos la miraban, asustados. Fue sus sollozos lo que la habían sacado de los brazos del dioses del sueño. Reconoció a la niña que había estado persiguiendo, y al enorme halcón posado a dos metros de los niños, con los ojos cerrados. Se tomaba un descanso.
—Al fin te has despertado. —La voz de un hombre a su derecha la sobresaltó. Estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados y con una pierna sobre la otra. Era ligeramente moreno y tenía el pelo alborotado, de color marrón claro. Desde detrás de las orejas, dos trenzas atadas con una pequeña goma cerca de la punta descendían y caían sobre sus hombros. Sus ojos eran de un color tan claro como los de su hermano, y tenía dos tatuajes bajo los párpados que le resultaban familiares: a las marcas que aparecían en los suyos cuando usaba el chakra de Kokuō. Vestía de color marrón oscuro de arriba a abajo, incluyendo las botas. Llevaba un poncho de un color marrón más claro incluso que su pelo, con alguna que otra marca de color verde a la altura del centro y por el borde inferior. Se rascó la barbilla con una mano. Llevaba guantes sin dedos—. Está claro que tú no eres el Hyūga —añadió, mirando a través de ella—. Pero han enviado a uno contigo, ¿verdad?
—Pues si no te importa, voy a desactivar el Byakugan un rato —dijo Daruu—. Si el rastro se acaba, ya busco con mis ojos.
Los dos buscaron durante un largo rato, recorriendo un amplio terreno del bosque. Lo preocupante era que, evidentemente, Ayame se estaba dirigiendo hacia el interior prohibido de Azur. Daruu frunció el ceño y se temió lo peor, pero también le parecieron muy extrañas las circunstancias. Ayame querría haber salvado a la niña. No iba a irse hacia el interior del bosque y menos si tenía que cuidar de ella.
De pronto, el pie de Kōri rozó un objeto metálico. Casi pisa un grupo de makibishi en el suelo. Las puntas estaban manchadas de sangre.
—¿Eso son unos makibishi? —preguntó Daruu—. Qué raro. Si alguien los hubiera pisado, seguiría aquí clavado. ¿Quizás se trató de un clon de sombra? Son los únicos que pueden sangrar.
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Ayame despertó. El suelo era de piedra, frío y húmedo. Había una penumbra ligeramente inquietante, pero la muchacha era perfectamente capaz de soportarla. Al fondo, tres pares de ojillos la miraban, asustados. Fue sus sollozos lo que la habían sacado de los brazos del dioses del sueño. Reconoció a la niña que había estado persiguiendo, y al enorme halcón posado a dos metros de los niños, con los ojos cerrados. Se tomaba un descanso.
—Al fin te has despertado. —La voz de un hombre a su derecha la sobresaltó. Estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados y con una pierna sobre la otra. Era ligeramente moreno y tenía el pelo alborotado, de color marrón claro. Desde detrás de las orejas, dos trenzas atadas con una pequeña goma cerca de la punta descendían y caían sobre sus hombros. Sus ojos eran de un color tan claro como los de su hermano, y tenía dos tatuajes bajo los párpados que le resultaban familiares: a las marcas que aparecían en los suyos cuando usaba el chakra de Kokuō. Vestía de color marrón oscuro de arriba a abajo, incluyendo las botas. Llevaba un poncho de un color marrón más claro incluso que su pelo, con alguna que otra marca de color verde a la altura del centro y por el borde inferior. Se rascó la barbilla con una mano. Llevaba guantes sin dedos—. Está claro que tú no eres el Hyūga —añadió, mirando a través de ella—. Pero han enviado a uno contigo, ¿verdad?