18/01/2020, 14:43
—Pues si no te importa, voy a desactivar el Byakugan un rato —dijo Daruu, al cabo de un rato—. Si el rastro se acaba, ya busco con mis ojos.
—Ahorra fuerzas, puede que lo necesitemos más adelante —asintió Kōri.
Los dos Jōnin continuaron rastreando durante un largo rato, siguiendo las huellas dejadas hacia el sur. El Hielo se mantuvo en todo momento tan calmo y frío como siempre, pero lo cierto era que se estaban adentrando en el interior del Bosque de Azur, y la preocupación comenzó a nacer en su pecho. ¿Acaso Ayame se habría visto obligada a internarse en el bosque durante su persecución?
Sus pies rozaron entonces algo duro que tintineó con un eco metálico, y Kōri se detuvo a tiempo de pisar los makabishi abandonados en el suelo. Cuando se acuclilló, comprobó que las puntas estaban manchadas de sangre.
—¿Eso son unos makibishi? —preguntó Daruu, junto a él—. Qué raro. Si alguien los hubiera pisado, seguiría aquí clavado. ¿Quizás se trató de un clon de sombra? Son los únicos que pueden sangrar.
Kōri frunció el ceño y tomó con cuidado uno de los makabishi. Lo inspeccionó con cuidado y después extendió la mirada hacia el frente. Qué bien les habrían venido los perros rastreadores de Kiroe en aquellos momentos.
—O un Clon de Sombras o el que los pisó continuó aún estando herido —razonó—. Que yo sepa, Ayame no tiene makabishi —Miró de manera significativa a Daruu—. Vamos, las huellas siguen hacia delante.
Fue el sonido de unos sollozos lo que la sacó de su inconsciencia. Ayame frunció el ceño y ladeó la cabeza, farfullando entre dientes un gruñido incomprensible. Al sentir el suelo duro y frío por debajo de su cuerpo, se estremeció sin poder evitarlo. Aún tardó algunos segundos más en terminar de despertar, y cuando entreabrió los ojos se encontró con una penumbra que le puso los pelos de punta momentáneamente. En la distancia, tres niños llorosos la observaban en la distancia. Una de ellos era la chiquilla de cabellos rojos como el fuego y ropas andrajosas que había intentado salvar. Sin demasiado éxito, cabía decir, para su pesar. Junto a ellos, a unos dos metros de distancia, el enorme halcón que la había salvado se tomaba un merecido descanso.
Ayame se restregó la cara con gesto aturdido, intentó reincorporarse con lentitud hasta quedarse sentada, y entonces escuchó una voz masculina a su derecha:
—Al fin te has despertado.
Sobresaltada, su primera reacción fue extender la muñeca para sacar el kunai debajo de su manga. Pero enseguida recordó que había dejado el arma perdida en el claro del bosque, clavada en el tronco de un árbol. Chasqueó la lengua, ofuscada.
El hombre en cuestión tenía la espalda apoyada en la pared y estaba cruzado de brazos y de piernas en una actitud relajada. Tenía la piel ligeramente bronceada y el pelo alborotado, castaño. Dos trenzas caían por detrás de sus orejas hasta sus hombros. Sin embargo, sus ojos eran tan claros como los de su propio hermano. Bajo los párpados lucía marcas del color de la sangre, similares a cuando ella misma utilizaba el chakra de Kokuō. Vestía con un poncho de color pardo, con alguna que otra marca verde a la altura del pecho y en el borde inferior del mismo, ropas marrones y botas de la misma tonalidad.
—Está claro que tú no eres el Hyūga —añadió, rascándose la barbilla con una mano enguantada sin dedos, y sus ojos parecieron penetrar en sus pensamientos—. Pero han enviado a uno contigo, ¿verdad?
Ayame guardó un precavido silencio. Miró de reojo a los niños, llorosos y reunidos en un rincón; después miró al halcón, recordando sus palabras antes de que perdiera la consciencia, y por último se volvió hacia el desconocido. Si sabía que venía con Daruu, y si las palabras del ave eran ciertas...
—¿Usted... usted es...?
—Ahorra fuerzas, puede que lo necesitemos más adelante —asintió Kōri.
Los dos Jōnin continuaron rastreando durante un largo rato, siguiendo las huellas dejadas hacia el sur. El Hielo se mantuvo en todo momento tan calmo y frío como siempre, pero lo cierto era que se estaban adentrando en el interior del Bosque de Azur, y la preocupación comenzó a nacer en su pecho. ¿Acaso Ayame se habría visto obligada a internarse en el bosque durante su persecución?
Sus pies rozaron entonces algo duro que tintineó con un eco metálico, y Kōri se detuvo a tiempo de pisar los makabishi abandonados en el suelo. Cuando se acuclilló, comprobó que las puntas estaban manchadas de sangre.
—¿Eso son unos makibishi? —preguntó Daruu, junto a él—. Qué raro. Si alguien los hubiera pisado, seguiría aquí clavado. ¿Quizás se trató de un clon de sombra? Son los únicos que pueden sangrar.
Kōri frunció el ceño y tomó con cuidado uno de los makabishi. Lo inspeccionó con cuidado y después extendió la mirada hacia el frente. Qué bien les habrían venido los perros rastreadores de Kiroe en aquellos momentos.
—O un Clon de Sombras o el que los pisó continuó aún estando herido —razonó—. Que yo sepa, Ayame no tiene makabishi —Miró de manera significativa a Daruu—. Vamos, las huellas siguen hacia delante.
. . .
Fue el sonido de unos sollozos lo que la sacó de su inconsciencia. Ayame frunció el ceño y ladeó la cabeza, farfullando entre dientes un gruñido incomprensible. Al sentir el suelo duro y frío por debajo de su cuerpo, se estremeció sin poder evitarlo. Aún tardó algunos segundos más en terminar de despertar, y cuando entreabrió los ojos se encontró con una penumbra que le puso los pelos de punta momentáneamente. En la distancia, tres niños llorosos la observaban en la distancia. Una de ellos era la chiquilla de cabellos rojos como el fuego y ropas andrajosas que había intentado salvar. Sin demasiado éxito, cabía decir, para su pesar. Junto a ellos, a unos dos metros de distancia, el enorme halcón que la había salvado se tomaba un merecido descanso.
Ayame se restregó la cara con gesto aturdido, intentó reincorporarse con lentitud hasta quedarse sentada, y entonces escuchó una voz masculina a su derecha:
—Al fin te has despertado.
Sobresaltada, su primera reacción fue extender la muñeca para sacar el kunai debajo de su manga. Pero enseguida recordó que había dejado el arma perdida en el claro del bosque, clavada en el tronco de un árbol. Chasqueó la lengua, ofuscada.
El hombre en cuestión tenía la espalda apoyada en la pared y estaba cruzado de brazos y de piernas en una actitud relajada. Tenía la piel ligeramente bronceada y el pelo alborotado, castaño. Dos trenzas caían por detrás de sus orejas hasta sus hombros. Sin embargo, sus ojos eran tan claros como los de su propio hermano. Bajo los párpados lucía marcas del color de la sangre, similares a cuando ella misma utilizaba el chakra de Kokuō. Vestía con un poncho de color pardo, con alguna que otra marca verde a la altura del pecho y en el borde inferior del mismo, ropas marrones y botas de la misma tonalidad.
—Está claro que tú no eres el Hyūga —añadió, rascándose la barbilla con una mano enguantada sin dedos, y sus ojos parecieron penetrar en sus pensamientos—. Pero han enviado a uno contigo, ¿verdad?
Ayame guardó un precavido silencio. Miró de reojo a los niños, llorosos y reunidos en un rincón; después miró al halcón, recordando sus palabras antes de que perdiera la consciencia, y por último se volvió hacia el desconocido. Si sabía que venía con Daruu, y si las palabras del ave eran ciertas...
—¿Usted... usted es...?