21/01/2020, 00:35
Una vez firmado, Yokuna recogió el enorme pergamino y se lo colgó de nuevo a la espalda. En completo silencio, se dio la vuelta y echó a andar hacia la salida de la cueva, invitando a Ayame a que le acompañara.
—Muy bien, Ayame —dijo—. Entonces, vamos a trabajar. Te espero arriba.
Ella le miró, extrañada. Creía que invocaría a Takeshi para que al menos le ayudara a ascender el acantilado, pero no fue así. El shinobi extendió los brazos en horizontal, mostrando una hermosa capa que le llegaba hasta la mitad de la cintura y estaba hecha con plumas blancas con motivos rojos.
—¡Fūton: Hayabusa no Tsubasa!
Yokuna saltó. Ayame, alarmada, corrió hasta el borde del abismo y contempló como el hombre caía al vacío sin remedio. De repente, y ante sus estupefactos ojos, las plumas se iluminaron con un brillo plateado. El shinobi se situó paralelo al abismo y aleteó (si es que se podía llamar así a aquella acción) una única vez, levantando una corriente de aire que le hizo ascender en el aire a toda velocidad hasta que Ayame le perdió de vista.
—Pero... ¡Como...! ¡MOLAAAAAAA! —chilló Ayame, llena de júbilo.
Pero tenía que aprovechar la situación. Ella no podía ascender tantos metros en el aire con sus falsas alas de agua. Por eso, decidió arriesgarse: saltó al vacío con las alas desplegadas y, como un buitre aprovechando las corrientes de convección, la misma corriente de aire levantada por Yokuna la envolvió, agitando sus cabellos y sus ropas y la superficie de las alas atrapó el aire y se dejó empujar por ella. Fue como si le hubiesen dado un fuerte tirón, y Ayame se vio propulsada hacia arriba a toda velocidad. Le bastó un par de aleteos salir de la corriente de aire cuando llegó arriba del todo y se posó entre saltos en el suelo.
—¡Tu técnica es genial! ¡Y esas alas! —exclamó, sin poder evitarlo—. ¡Nunca había visto nada igual!
—Muy bien, Ayame —dijo—. Entonces, vamos a trabajar. Te espero arriba.
Ella le miró, extrañada. Creía que invocaría a Takeshi para que al menos le ayudara a ascender el acantilado, pero no fue así. El shinobi extendió los brazos en horizontal, mostrando una hermosa capa que le llegaba hasta la mitad de la cintura y estaba hecha con plumas blancas con motivos rojos.
—¡Fūton: Hayabusa no Tsubasa!
Yokuna saltó. Ayame, alarmada, corrió hasta el borde del abismo y contempló como el hombre caía al vacío sin remedio. De repente, y ante sus estupefactos ojos, las plumas se iluminaron con un brillo plateado. El shinobi se situó paralelo al abismo y aleteó (si es que se podía llamar así a aquella acción) una única vez, levantando una corriente de aire que le hizo ascender en el aire a toda velocidad hasta que Ayame le perdió de vista.
—Pero... ¡Como...! ¡MOLAAAAAAA! —chilló Ayame, llena de júbilo.
Pero tenía que aprovechar la situación. Ella no podía ascender tantos metros en el aire con sus falsas alas de agua. Por eso, decidió arriesgarse: saltó al vacío con las alas desplegadas y, como un buitre aprovechando las corrientes de convección, la misma corriente de aire levantada por Yokuna la envolvió, agitando sus cabellos y sus ropas y la superficie de las alas atrapó el aire y se dejó empujar por ella. Fue como si le hubiesen dado un fuerte tirón, y Ayame se vio propulsada hacia arriba a toda velocidad. Le bastó un par de aleteos salir de la corriente de aire cuando llegó arriba del todo y se posó entre saltos en el suelo.
—¡Tu técnica es genial! ¡Y esas alas! —exclamó, sin poder evitarlo—. ¡Nunca había visto nada igual!