24/01/2020, 04:01
El gyojin siguió con la mirada la trayectoria de su bala, que no sólo evitó el avance del tigre flamígero, sino que consumió su esencia para volverse más fuerte, perseverar, y continuar su viaje hacia el mismísimo Ryū. Éste no hizo ni un pequeño ademán por evitar el impacto y recibió la misma en su pecho como si se tratase de un mísero escupitajo. El agua se escurrió entre su oscura piel, así como también lo hicieron sus escamas, dato que Kaido recabó de forma inmediata, para su propio saber. Éstas se hacían cenizas tras el último daño sufrido y abandonaban como una coraza maltrecha el cuerpo de su creador. Sólo entonces el ex-amejin entendió, más o menos, el rango de protección que tenía la Armadura de Dragón y sabía cuánto podía soportar en mayor o menor medida. Hizo nota mental de ello junto a sus otras tantas revelaciones durante los inicios de aquél combate de práctica y volvió a poner su total atención en el coloso que tenía como enemigo: una especie de Dios que sentía por primera vez el cómo se sentía abandonar su glorioso Olimpo para codearse en igualdad con simples humanos. ¿Y aún así, podía decirse que Kaido y él estaban en igualdad de condiciones?
Ni de cerca.
«Ahí viene. Prepárate, Kaido. ¡Prepárate!» —envalentonado, y ansioso por dar una buena imagen a su nuevo mentor; el Umikiba alzó su Espada con su mano izquierda, mientras que con la derecha hacía el sello del Carnero. Aguardó a que las cuchillas de viento hicieran mella su cuerpo, para desaparecer en una estela de humo que dejó allí en su lugar un cráneo humano del que se había percatado de refilón, muy cerca de una de las orillas naturales de la que se jactaba aquél inmenso lago, bajo el cual se escondían cientos de vida, y una ciudad olvidada. Él, Umikiba Kaido, no iba a caer en la misma miseria que ellos, sin embargo. Iba a hacer de aquél momento uno que incluso el mismísimo Ryū iba a recordar hasta el fin de sus días.
La silueta del Umi no Shisoku apareció a un costado del propio Ryū, a unos cuatro metros de distancia, con Nokomizuchi blandiéndose de forma horizontal.
La espada pareció cortar el mismísimo aire, convirtiéndose en la dueña, ama y señora de la niebla que envolvía el cambo de combate y sustrayendo como lo haría un mosquito la humedad que se escondía en ella. Al terminal el tajo, un haz de agua concentrado que medía aproximadamente dos metros abandonó la sierra y salió despedida hacia su contrincante.
Ni de cerca.
«Ahí viene. Prepárate, Kaido. ¡Prepárate!» —envalentonado, y ansioso por dar una buena imagen a su nuevo mentor; el Umikiba alzó su Espada con su mano izquierda, mientras que con la derecha hacía el sello del Carnero. Aguardó a que las cuchillas de viento hicieran mella su cuerpo, para desaparecer en una estela de humo que dejó allí en su lugar un cráneo humano del que se había percatado de refilón, muy cerca de una de las orillas naturales de la que se jactaba aquél inmenso lago, bajo el cual se escondían cientos de vida, y una ciudad olvidada. Él, Umikiba Kaido, no iba a caer en la misma miseria que ellos, sin embargo. Iba a hacer de aquél momento uno que incluso el mismísimo Ryū iba a recordar hasta el fin de sus días.
La silueta del Umi no Shisoku apareció a un costado del propio Ryū, a unos cuatro metros de distancia, con Nokomizuchi blandiéndose de forma horizontal.
Mizu-ryū... ¡Umikiri!
La espada pareció cortar el mismísimo aire, convirtiéndose en la dueña, ama y señora de la niebla que envolvía el cambo de combate y sustrayendo como lo haría un mosquito la humedad que se escondía en ella. Al terminal el tajo, un haz de agua concentrado que medía aproximadamente dos metros abandonó la sierra y salió despedida hacia su contrincante.