27/01/2020, 11:23
Fue como si todo ocurriera a cámara lenta: la pierna de Yui volando hacia el cuello de Kaido como si del filo de una katana se tratase; y, en el último momento, justo antes de rozarle y terminar de decapitarle, El Tiburón intercambió una última mirada con Ayame y sonrió, burlón.
Pero no hubo decapitación ninguna. Como si fuese una mala broma del destino, como si no hubiese sido más que un mal sueño, Kaido desapareció en apenas una pequeña nube de humo que dejó el vacío tras él. Ya no estaba. No estaba. Había desaparecido.
Ayame se había quedado plantada en el sitio, conteniendo la respiración y los ojos abiertos como platos fijos en ninguna parte. Sus manos deshicieron el sello y cayeron a ambos lados de su cuerpo lentamente. Fue como si todo se apagara a su alrededor. Ya no había personas a su alrededor. Dejó de escuchar las voces. Dejó incluso de sentir la lluvia que empapaba sus cabellos, sus ropas, su cuerpo. Su mente, como si la acabaran de conectar, trataba de juntar las piezas y entender qué era lo que había pasado.
No tardó en hacerlo.
Y, entonces, se derrumbó. Se dejó caer de rodillas, aún absorta.
—No... —susurraron sus labios, temblorosos. Se mordió el inferior, pero fue inútil. La ira estalló dentro de ella como el vapor dentro de una olla a presión—. No. ¡No! ¡NO! ¡NO! ¡NOOOOOOOO! —Ayame acompañaba cada negativa con un puñetazo al suelo. El asfalto arañó su piel, se hizo daño en los nudillos y en la muñeca, la herida del abdomen volvió a abrirse y volvía a sangrar. Pero eso a ella no parecía importarle—. ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHH!!! —se desgañitó, clamando a los cielos, como si esperara que Kaido, ya a muchos kilómetros de allí, pudiera escucharla.
—¡¡LE TENÍA!! ¡LE TENÍA! Le tenía... Le tenía... Kaido... —El llanto sucedió a la ira. Un llanto desconsolado acompañado por las lágrimas de Amenokami. Se encogió sobre sí misma, abrazándose con fuerza, manchándose de sangre.
Había fracasado.
No había conseguido salvar a su amigo. A su primo.
No había conseguido nada.
Pero no hubo decapitación ninguna. Como si fuese una mala broma del destino, como si no hubiese sido más que un mal sueño, Kaido desapareció en apenas una pequeña nube de humo que dejó el vacío tras él. Ya no estaba. No estaba. Había desaparecido.
Ayame se había quedado plantada en el sitio, conteniendo la respiración y los ojos abiertos como platos fijos en ninguna parte. Sus manos deshicieron el sello y cayeron a ambos lados de su cuerpo lentamente. Fue como si todo se apagara a su alrededor. Ya no había personas a su alrededor. Dejó de escuchar las voces. Dejó incluso de sentir la lluvia que empapaba sus cabellos, sus ropas, su cuerpo. Su mente, como si la acabaran de conectar, trataba de juntar las piezas y entender qué era lo que había pasado.
No tardó en hacerlo.
Y, entonces, se derrumbó. Se dejó caer de rodillas, aún absorta.
—No... —susurraron sus labios, temblorosos. Se mordió el inferior, pero fue inútil. La ira estalló dentro de ella como el vapor dentro de una olla a presión—. No. ¡No! ¡NO! ¡NO! ¡NOOOOOOOO! —Ayame acompañaba cada negativa con un puñetazo al suelo. El asfalto arañó su piel, se hizo daño en los nudillos y en la muñeca, la herida del abdomen volvió a abrirse y volvía a sangrar. Pero eso a ella no parecía importarle—. ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHH!!! —se desgañitó, clamando a los cielos, como si esperara que Kaido, ya a muchos kilómetros de allí, pudiera escucharla.
—¡¡LE TENÍA!! ¡LE TENÍA! Le tenía... Le tenía... Kaido... —El llanto sucedió a la ira. Un llanto desconsolado acompañado por las lágrimas de Amenokami. Se encogió sobre sí misma, abrazándose con fuerza, manchándose de sangre.
Había fracasado.
No había conseguido salvar a su amigo. A su primo.
No había conseguido nada.