6/02/2020, 10:13
Dos shinobi que decían las cosas claras y esperaban del otro lo mismo. Fue todo lo necesario para propiciar un trayecto en silencio y a buen ritmo, esquivando a la gente y sobretodo a los guardias de Yamiria, luego atravesando los muros de la ciudad a través de una grieta en la parte sudoeste, lejos de los ojos indiscretos de los soldados. Akame y el shinobi siguieron caminando, pasando la estación de ferrocarriles, hacia occidente. Aquél hombre parecía conocer la Planicie del Silencio incluso mejor que él, que al fin y al cabo había sido uzujin y había tenido que recorrérsela cientos de veces.
Finalmente, llegaron a un enorme castillo en ruinas rodeado por un murete aún más ruinoso por encima del que saltaron. El deplorable aspecto del jardín no hacía más que sumar al conjunto, que parecía uno de esos lugares terroríficos habitados por un poltergeist. Akame nunca había estado allí, pero sí que había pasado cerca, de camino a Yamiria o a Los Herreros. Eran las ruinas abandonadas de un antiguo castillo llenas de armaduras de samurái desgastadas, como no tardó en comprobar cuando cruzaron el umbral de la puerta. El misterioso shinobi le guió a través del pasillo principal y abrió una puerta de madera enorme y carcomida que chirrió como si un Akimichi pisase un gato con reuma. Les recibió una amplia sala con ventanales medio rotos desde los que se filtraba una luz tenue. A ambos lados, sendas columnas de pilares aguantaban a duras penas el techado, del que había colgado una enorme lámpara de araña que antaño seguramente fuera dorada.
Era una sala del trono, y efectivamente, el trono estaba allí. Al final de la habitación, como un auténtico rey, allí estaba quien había ordenado al shinobi misterioso buscarle. Conociendo su naturaleza cauta, Akame probablemente llevaría activo el Sharingan. Si esto fue así en verdad, comprobó enseguida el contraste con el otro hombre: si él había sido una llama a punto de extinguirse, éste era un incendio en toda una isla. Una sima de diferencia con el común de los mortales. El chakra rojizo que emanaba era tan cegador que incluso tendría que desactivar el Sharingan o entrecerrar los ojos para ver más allá y poder ver de quién se trataba en realidad.
Era un hombre muy alto, vestido de los pies a la cabeza con una túnica negra de muy buena calidad; botas negras, guantes negros, un chaleco negro. Las únicas notas de color en aquella partitura eran preocupantes: su cabello rojo y largo que le llegaba hasta más allá de la mitad de la espalda eran un signo característico de alguien del clan Uzumaki, o al menos Akame había visto a los suficientes Uzumaki como para distinguir su color de pelo. La otra nota era casi un acorde mayor: sus ojos, rojos, mostraban una pupila rasgada que le escudriñaba con orgullo mayestático. Sonreía con la astucia de un zorro.
—Mi señor, le he traído a Uchiha Akame, como me pidió. —El shinobi misterioso se había adelantado y arrodillado frente a su Emperador.
—Excelente, mi querido shinobi —dijo el otro, suavemente—. Puedes marcharte.
Con una inclinación de la cabeza y el uso más discreto que Akame había visto del Sunshin no Jutsu, aquella sombra andrógina y anodina se desvaneció como una partícula de polvo arrastrada por el viento. El supuesto Emperador de Oonindo miró a Akame con la barbilla alzada.
»Así que es cierto —murmuró—. Vives. ¿Por qué? —Giró el rostro con curiosidad.
Finalmente, llegaron a un enorme castillo en ruinas rodeado por un murete aún más ruinoso por encima del que saltaron. El deplorable aspecto del jardín no hacía más que sumar al conjunto, que parecía uno de esos lugares terroríficos habitados por un poltergeist. Akame nunca había estado allí, pero sí que había pasado cerca, de camino a Yamiria o a Los Herreros. Eran las ruinas abandonadas de un antiguo castillo llenas de armaduras de samurái desgastadas, como no tardó en comprobar cuando cruzaron el umbral de la puerta. El misterioso shinobi le guió a través del pasillo principal y abrió una puerta de madera enorme y carcomida que chirrió como si un Akimichi pisase un gato con reuma. Les recibió una amplia sala con ventanales medio rotos desde los que se filtraba una luz tenue. A ambos lados, sendas columnas de pilares aguantaban a duras penas el techado, del que había colgado una enorme lámpara de araña que antaño seguramente fuera dorada.
Era una sala del trono, y efectivamente, el trono estaba allí. Al final de la habitación, como un auténtico rey, allí estaba quien había ordenado al shinobi misterioso buscarle. Conociendo su naturaleza cauta, Akame probablemente llevaría activo el Sharingan. Si esto fue así en verdad, comprobó enseguida el contraste con el otro hombre: si él había sido una llama a punto de extinguirse, éste era un incendio en toda una isla. Una sima de diferencia con el común de los mortales. El chakra rojizo que emanaba era tan cegador que incluso tendría que desactivar el Sharingan o entrecerrar los ojos para ver más allá y poder ver de quién se trataba en realidad.
Era un hombre muy alto, vestido de los pies a la cabeza con una túnica negra de muy buena calidad; botas negras, guantes negros, un chaleco negro. Las únicas notas de color en aquella partitura eran preocupantes: su cabello rojo y largo que le llegaba hasta más allá de la mitad de la espalda eran un signo característico de alguien del clan Uzumaki, o al menos Akame había visto a los suficientes Uzumaki como para distinguir su color de pelo. La otra nota era casi un acorde mayor: sus ojos, rojos, mostraban una pupila rasgada que le escudriñaba con orgullo mayestático. Sonreía con la astucia de un zorro.
—Mi señor, le he traído a Uchiha Akame, como me pidió. —El shinobi misterioso se había adelantado y arrodillado frente a su Emperador.
—Excelente, mi querido shinobi —dijo el otro, suavemente—. Puedes marcharte.
Con una inclinación de la cabeza y el uso más discreto que Akame había visto del Sunshin no Jutsu, aquella sombra andrógina y anodina se desvaneció como una partícula de polvo arrastrada por el viento. El supuesto Emperador de Oonindo miró a Akame con la barbilla alzada.
»Así que es cierto —murmuró—. Vives. ¿Por qué? —Giró el rostro con curiosidad.
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