6/02/2020, 11:22
«Por Rikudō Sennin el Padre de Todos...»
Si la misteriosa técnica de ocultación —¿era esa la palabra correcta?— de Nadie ya le había dejado con el culo del revés, lo que Akame vio allí, sentado sobre el trono, fue suficiente para que se le parase la respiración durante unos angustiosos segundos. Probablemente si la sangre de los descendientes de Hazama no corriese por sus venas, otorgándole la visión del Sharingan, no habría sentido tantas ganas de mearse en los calzones. Ni siquiera era miedo, o sentimiento de amenaza, lo que percibía de aquella figura que parecía un coloso de chakra: sino pura incredulidad.
Uchiha Akame jamás habría creído que existía una persona con un chakra tan inmenso como quien tenía delante. Hanabi, a su lado, era una mierda.
Instintivamente se llevó una mano a la cabeza y se quitó el kasa, descubriéndose. Ni siquiera supo por qué lo había hecho, aunque probablemente el aura regia que despedía aquel tipo fuese más que suficiente como para inducirle a mostrar respeto. Y eso sí que le asustó, mucho. Cuando fue preguntado sobre su misteriosa reticencia a abandonar el mundo de los vivos, Akame se forzó a esbozar una media sonrisa socarrona. Como el samurái solitario que agita su espada frente a un Oni enorme como una montaña en un vano intento de infundirse a sí mismo coraje, replicó.
—Ya se sabe lo que dicen: mala hierba nunca muere —trató de mantenerle la mirada a aquel hombre con el chakra de un dios—. Parece que mi breve paso por el Yomi fue suficiente para convencer a Izanagi de que no me aceptase entre los muertos, así que heme aquí —tragó saliva. Algo le decía que era mejor no marear la perdiz, como acostumbraba a hacer cuando era interrogado sobre sus secretos—. La verdad es mucho menos épica. Mi padre se sacrificó para que yo volviera a vivir.
»¿Imagino que sois Kurama-sama, el próximo Emperador de Ōnindo?
Akame apretó los dientes, los puños y hasta el último músculo de su cuerpo. El samurái solitario agitó su pequeña espada frente a las fauces del Oni una vez más.
—Os hacía más alto.
Si la misteriosa técnica de ocultación —¿era esa la palabra correcta?— de Nadie ya le había dejado con el culo del revés, lo que Akame vio allí, sentado sobre el trono, fue suficiente para que se le parase la respiración durante unos angustiosos segundos. Probablemente si la sangre de los descendientes de Hazama no corriese por sus venas, otorgándole la visión del Sharingan, no habría sentido tantas ganas de mearse en los calzones. Ni siquiera era miedo, o sentimiento de amenaza, lo que percibía de aquella figura que parecía un coloso de chakra: sino pura incredulidad.
Uchiha Akame jamás habría creído que existía una persona con un chakra tan inmenso como quien tenía delante. Hanabi, a su lado, era una mierda.
Instintivamente se llevó una mano a la cabeza y se quitó el kasa, descubriéndose. Ni siquiera supo por qué lo había hecho, aunque probablemente el aura regia que despedía aquel tipo fuese más que suficiente como para inducirle a mostrar respeto. Y eso sí que le asustó, mucho. Cuando fue preguntado sobre su misteriosa reticencia a abandonar el mundo de los vivos, Akame se forzó a esbozar una media sonrisa socarrona. Como el samurái solitario que agita su espada frente a un Oni enorme como una montaña en un vano intento de infundirse a sí mismo coraje, replicó.
—Ya se sabe lo que dicen: mala hierba nunca muere —trató de mantenerle la mirada a aquel hombre con el chakra de un dios—. Parece que mi breve paso por el Yomi fue suficiente para convencer a Izanagi de que no me aceptase entre los muertos, así que heme aquí —tragó saliva. Algo le decía que era mejor no marear la perdiz, como acostumbraba a hacer cuando era interrogado sobre sus secretos—. La verdad es mucho menos épica. Mi padre se sacrificó para que yo volviera a vivir.
»¿Imagino que sois Kurama-sama, el próximo Emperador de Ōnindo?
Akame apretó los dientes, los puños y hasta el último músculo de su cuerpo. El samurái solitario agitó su pequeña espada frente a las fauces del Oni una vez más.
—Os hacía más alto.