16/02/2020, 15:30
Tres días largos, y cuatro noches más eternas aún. Cabe decir que viajar junto a Ryū, más allá del prospecto de enseñanzas que supondría aquél viaje de descubrimiento personal; no resultaba ser precisamente el mayor de los placeres ni mucho menos. Con él, todo era muy simple. Con él, todo era muy básico y terrenal. No había largas charlas sin sentido que arrebataran tensiones o les permitiera matar el tiempo, ni cervezas en la mesa para compartir esas anécdotas, o hermosas mujeres para amenizar la vista. Sólo habían palabras escuetas allí cuando realmente hacían falta, y el resto del tiempo, un silencio sepulcral digno de un velorio. Pero Kaido lo entendía perfectamente. Había mucha gente en este mundo que podía entretenerte con una charla, pero nadie iba a enseñarle lo que Ryū podía hacer. Que aquél viaje hasta aquella pequeña isla nevada en algún punto muerto del gran Archipiélago del Agua era sólo un pequeño sacrificio.
El escualo miró absorto su destino, a la distancia; iluminado por los primeros rayos del sol. La nieve matutina caía sobre sus regazos, y una sensación de adrenalina le apabulló por un instante.
Habían llegado.
Click. Apagado. El motor dejó de funcionar y las hélices detuvieron su giro. Era hora de atracar en puertos desconocidos, que daban rumbo al hogar del Gran Dragón.
El escualo miró absorto su destino, a la distancia; iluminado por los primeros rayos del sol. La nieve matutina caía sobre sus regazos, y una sensación de adrenalina le apabulló por un instante.
Habían llegado.
Click. Apagado. El motor dejó de funcionar y las hélices detuvieron su giro. Era hora de atracar en puertos desconocidos, que daban rumbo al hogar del Gran Dragón.