16/02/2020, 17:56
Y siguieron, claro que siguieron. Dejaron atrás el bosque, y en su lugar les recibió un océano blanco. En cierta parte, era tal y como Kaido había pensado antes: lo opuesto al País del Viento. Pues las dunas que tuvieron que atravesar, sin rastro alguno de verde o azul, estaban hechas de nieve y no de arena. De frío y humedad y no de sequedad. De algo tan blando que los pies se hundían hasta la rodilla y convertían cada paso en un derroche energético.
Ryū, pese a que estaba más habituado a los climas extremos, empezó a no llevar tan bien la fatiga. Antaño, hubiese abierto la boca y aspirado el aire de las mismísimas nubes, nutriendo sus músculos del oxígeno más puro. Ahora tenía que conformarse con boquear como una yegua tirada en el suelo tras quedar reventada por el galope.
En un momento dado, se excusó en tener que rellenar la cantimplora para tomar un descanso. Tomó puños de nieve y los introdujo, con calma, por el orificio. Luego se la anudó al cinto, observó el sol, la sombra que proyectaba en su cuerpo, y finalmente retomó la marcha. Dirección este. Siempre al este.
Pasada una hora, el terreno les dio un respiro. Un gran lago helado se abrió ante ellos, invitándoles a relajar los músculos de las piernas. Los Ryūtōs optaron entonces por hacer un segundo descanso, que aprovecharon para comer un poco y reponer energías. Luego, atravesaron el lago helado, con picos de montaña levantándose en el horizonte.
Allí se dirigieron. Dejaron atrás el lago y tomaron rumbo a las montañas nevadas, tan escarpadas y blancas como la dentadura de un lobo. Se perdieron entre sus colmillos, y avanzaron entre la tortuosa nieve hasta un diente menor, pequeño en comparación a sus hermanas, pero que Kaido creyó que…
No supo el qué, exactamente. Pero la visión de aquella montaña le transmitía cierta intranquilidad. No una producida por el miedo más lógico, como podía serlo adentrarse en la boca de un lobo. Sino más… inexplicable. Esa que uno podría tener al sentirse observado. Al sentir, sin ver, unos ojos en la nuca.
—Ahí está —dijo Ryū, dirigiéndose a ella como si todo eso de lo paranormal no fuese consigo. O directamente no le importase—. Ahí está.
Tardaron al menos otros veinte minutos hasta encontrarlo. Una abertura en la montaña, difícil de dar con ella si no se conocía el camino previamente. Una abertura que conducía a una cueva glaciar, de dimensiones inimaginables. El sol de mediodía bañaba la entrada, tiñendo las paredes de hielo azul con fulgores crepusculares.
Habían llegado.
Y, por primera vez, Ryū respondió a la gran pregunta. Esa que Kaido le había formulado —y pensado— a lo largo de todo el viaje.
Estaban en…
—El Palacio de Hielo —anunció, y la voz del Gran Dragón retumbó por toda la cueva como un mal presagio.
El presagio de lo inevitable.
El presagio de un nuevo comienzo.
Ryū, pese a que estaba más habituado a los climas extremos, empezó a no llevar tan bien la fatiga. Antaño, hubiese abierto la boca y aspirado el aire de las mismísimas nubes, nutriendo sus músculos del oxígeno más puro. Ahora tenía que conformarse con boquear como una yegua tirada en el suelo tras quedar reventada por el galope.
En un momento dado, se excusó en tener que rellenar la cantimplora para tomar un descanso. Tomó puños de nieve y los introdujo, con calma, por el orificio. Luego se la anudó al cinto, observó el sol, la sombra que proyectaba en su cuerpo, y finalmente retomó la marcha. Dirección este. Siempre al este.
Pasada una hora, el terreno les dio un respiro. Un gran lago helado se abrió ante ellos, invitándoles a relajar los músculos de las piernas. Los Ryūtōs optaron entonces por hacer un segundo descanso, que aprovecharon para comer un poco y reponer energías. Luego, atravesaron el lago helado, con picos de montaña levantándose en el horizonte.
Allí se dirigieron. Dejaron atrás el lago y tomaron rumbo a las montañas nevadas, tan escarpadas y blancas como la dentadura de un lobo. Se perdieron entre sus colmillos, y avanzaron entre la tortuosa nieve hasta un diente menor, pequeño en comparación a sus hermanas, pero que Kaido creyó que…
No supo el qué, exactamente. Pero la visión de aquella montaña le transmitía cierta intranquilidad. No una producida por el miedo más lógico, como podía serlo adentrarse en la boca de un lobo. Sino más… inexplicable. Esa que uno podría tener al sentirse observado. Al sentir, sin ver, unos ojos en la nuca.
—Ahí está —dijo Ryū, dirigiéndose a ella como si todo eso de lo paranormal no fuese consigo. O directamente no le importase—. Ahí está.
Tardaron al menos otros veinte minutos hasta encontrarlo. Una abertura en la montaña, difícil de dar con ella si no se conocía el camino previamente. Una abertura que conducía a una cueva glaciar, de dimensiones inimaginables. El sol de mediodía bañaba la entrada, tiñendo las paredes de hielo azul con fulgores crepusculares.
Habían llegado.
Y, por primera vez, Ryū respondió a la gran pregunta. Esa que Kaido le había formulado —y pensado— a lo largo de todo el viaje.
Estaban en…
—El Palacio de Hielo —anunció, y la voz del Gran Dragón retumbó por toda la cueva como un mal presagio.
El presagio de lo inevitable.
El presagio de un nuevo comienzo.
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