16/02/2020, 18:24
Y maldito fue aquél día en el que pidió seguir.
El este era su destino, uno que se antojaba cada vez más y más lejano. La nieve no daba tregua. El frío no daba tregua. Cada vez el suelo se hacía más profundo, cada vez el viento templado soplaba más fuerte. Los huesos le dolían a mansalva y los músculos ya le fatigaban de tanto tiritar. Por suerte, llegó un punto pasado los bosques más espesos donde una planicie les daba la bienvenida, junto a lo que parecía ser un lago congelado que hacía de víspera a estructuras blanquecinas, poco uniformes y puntiagudas, formadas por un hielo de aspecto ancestral. Grandes formaciones glaciares que probablemente llevaran allí más tiempo de lo que cualquier historiador pudiese contar, y a la que daba la impresión de que habían sido pocos los afortunados —o desdichados, dependiendo de quién lo viera—. en tener la oportunidad de llegar hasta este punto y poder volver para contarlo luego, no sólo por las distancias y las dificultades climáticas, sino por la ruta tan específica que se requería para poder alcanzar aquél punto de la travesía. Estaba claro que se trataba de un destino que dada la sensación de intranquilidad que le transmitía al escualo, no quería ser encontrado ni perturbado por invitados no bienvenidos. La pregunta era: ¿Era Ryū bienvenido a su antiguo hogar?
Por la prisa con la que quiso cruzar el lago, Kaido supo que el Ryūto estaba totalmente dispuesto a averiguarlo.
Fueron veinte minutos más de camino, hasta que dieron con una pequeña e ínfima abertura entre tanto hielo. Una pequeña grieta que, en proporción a la masa que componían las enormes montañas heladas, no era más que un mísero rasguño que rompía la naturalidad de las formaciones templadas. Cuando lo cruzaron, Kaido sintió que estaba pisando ahora un mundo totalmente diferente, y que ōnindo era ahora un lejano vecino que sólo hacía de dama de honor a nuevos destinos y continentes. La cueva glaciar les dio la bienvenida, y sólo entonces entendió a qué se refería Ryū con que allí, el frío iba a ser infinitamente mayor al de los bosques. El escualo se abrazó a sí mismo, arrojó vahos calientes de aliento sobre sus manos, tratando de reconfortar su piel reseca y quebrada. Miró a su alrededor, y no pudo evitar sentir un deje de claustrofobia que a cualquier otra persona le hubiese obligado a dar la vuelta, y volver al exterior. Se sentía observado, como si un dragón de épocas antañas se encontrase dormido en un sueño criogénico y que podía despertar ante la intromisión de otros dos intrusos.
—El Palacio del Hielo... —repitió Kaido, aunque su voz no rompió en eco, como la de su mentor—. ¿Aquí naciste?
El este era su destino, uno que se antojaba cada vez más y más lejano. La nieve no daba tregua. El frío no daba tregua. Cada vez el suelo se hacía más profundo, cada vez el viento templado soplaba más fuerte. Los huesos le dolían a mansalva y los músculos ya le fatigaban de tanto tiritar. Por suerte, llegó un punto pasado los bosques más espesos donde una planicie les daba la bienvenida, junto a lo que parecía ser un lago congelado que hacía de víspera a estructuras blanquecinas, poco uniformes y puntiagudas, formadas por un hielo de aspecto ancestral. Grandes formaciones glaciares que probablemente llevaran allí más tiempo de lo que cualquier historiador pudiese contar, y a la que daba la impresión de que habían sido pocos los afortunados —o desdichados, dependiendo de quién lo viera—. en tener la oportunidad de llegar hasta este punto y poder volver para contarlo luego, no sólo por las distancias y las dificultades climáticas, sino por la ruta tan específica que se requería para poder alcanzar aquél punto de la travesía. Estaba claro que se trataba de un destino que dada la sensación de intranquilidad que le transmitía al escualo, no quería ser encontrado ni perturbado por invitados no bienvenidos. La pregunta era: ¿Era Ryū bienvenido a su antiguo hogar?
Por la prisa con la que quiso cruzar el lago, Kaido supo que el Ryūto estaba totalmente dispuesto a averiguarlo.
Fueron veinte minutos más de camino, hasta que dieron con una pequeña e ínfima abertura entre tanto hielo. Una pequeña grieta que, en proporción a la masa que componían las enormes montañas heladas, no era más que un mísero rasguño que rompía la naturalidad de las formaciones templadas. Cuando lo cruzaron, Kaido sintió que estaba pisando ahora un mundo totalmente diferente, y que ōnindo era ahora un lejano vecino que sólo hacía de dama de honor a nuevos destinos y continentes. La cueva glaciar les dio la bienvenida, y sólo entonces entendió a qué se refería Ryū con que allí, el frío iba a ser infinitamente mayor al de los bosques. El escualo se abrazó a sí mismo, arrojó vahos calientes de aliento sobre sus manos, tratando de reconfortar su piel reseca y quebrada. Miró a su alrededor, y no pudo evitar sentir un deje de claustrofobia que a cualquier otra persona le hubiese obligado a dar la vuelta, y volver al exterior. Se sentía observado, como si un dragón de épocas antañas se encontrase dormido en un sueño criogénico y que podía despertar ante la intromisión de otros dos intrusos.
—El Palacio del Hielo... —repitió Kaido, aunque su voz no rompió en eco, como la de su mentor—. ¿Aquí naciste?