16/02/2020, 21:04
Sí, era cierto. Ryū dosificaba tanto la información como el joven Akame. Pero, en aquella ocasión, no se guardó nada. Simplemente, no tenía las respuestas que Kaido buscaba.
—Nunca lo supe —respondió, sincero—. Probablemente muriese cientos de años antes de que yo naciese. Lo único que sé es que tenía a Cometruenos, y que se la arranqué de las manos.
Lo recordaba como si fuese ayer. La atracción instantánea que había sentido por Cometruenos. La fisura en la pared de hielo por su propio fuego. Sus manos envolviendo el mango helado, que se amoldaba a él como si hubiese sido pensada, creada y hecha por y para él. El tirón titánico para arrancarlo del hielo, trayendo consigo las manos congeladas de la mujer, que se habían negado a soltar su preciada arma.
Ahora la pared lucía intacta, como si el fuego y su brutalidad jamás hubiesen lamido el hielo. Solo el hecho de que la mujer careciese de manos lo indicaban.
—Sigamos.
Y siguieron. Por un segundo camino colgante. Si Kaido cometía la osadía de mirar hacia abajo, no distinguiría el fondo. Solo bruma. Solo oscuridad. El camino les llevó hasta una cueva —una de tantas que había esparcidas dentro del Palacio de Hielo—, y esta les llevó hasta un precipicio infinito. Los Ryūtōs giraron entonces a la derecha, por un paso tan estrecho que tuvieron que caminar de manera lateral y pegando la espalda a la pared. Luego pasaron por un túnel de hielo, y más adelante por una segunda torre, bajando de nuevo por una escalera que descendía en espiral, hecha enteramente de hielo.
Media hora más tarde, Kaido ya había perdido la cuenta de las torres, los puentes y caminos que habían recorrido. De hecho, dudaba que tuviese la memoria suficiente como para deshacer el camino. Ryū, en cambio, nunca dudaba. En cada bifurcación, en cada giro y en cada ascenso o descenso elegía el camino como si tuviese un mapa escrito a fuego en su cabeza.
No había duda. No había error.
Llegaron a una parte del Palacio de Hielo más oscura. Tras recorrer un camino serpenteante, se alzaba ante ellos un enorme portón de hielo. Dos enormes figuras de hielo se erigían, imperiales, a cada lado. Medirían al menos cinco metros, contaban con un escudo a la espalda, y un hacha de gigantescas dimensiones apoyado en el suelo. Todo hecho enteramente de hielo.
Encima del portón, símbolos que Kaido no había visto en su vida inscritos en una placa semiarqueada, como poniendo nombre a la entrada.
Ryū le tendió su antorcha a Kaido, y posó ambos manos en el enorme portalón. Incluso un gigante como él no era más que un niño en comparación.
—Gruu… —Sus músculos se tensaron. El abrigo de piel amenazó con rasgarse por la súbita presión que tuvo que soportar. Sus pies se afianzaron sobre el hielo con la firmeza de las raíces del Árbol Sagrado. Volvió a rugir. Volvió a hacer fuerza…
… y el portalón cedió ante él.
Al otro lado, un largo pasillo se abría ante ellos. El techo era tan alto que bien podía confundirse con el cielo, y había una fila de pilares constituida por bloques de hielo a izquierda y derecha que avanzaban junto al pasillo. Al lado de cada pilar, una figura humana de hielo hincaba la rodilla mientras sujetaba un platillo del que…
… manaba fuego. Cómo se mantenía vivo el fuego sin nada que consumir y por tantos años era algo que ni el propio Ryū podía responder.
—Nunca lo supe —respondió, sincero—. Probablemente muriese cientos de años antes de que yo naciese. Lo único que sé es que tenía a Cometruenos, y que se la arranqué de las manos.
Lo recordaba como si fuese ayer. La atracción instantánea que había sentido por Cometruenos. La fisura en la pared de hielo por su propio fuego. Sus manos envolviendo el mango helado, que se amoldaba a él como si hubiese sido pensada, creada y hecha por y para él. El tirón titánico para arrancarlo del hielo, trayendo consigo las manos congeladas de la mujer, que se habían negado a soltar su preciada arma.
Ahora la pared lucía intacta, como si el fuego y su brutalidad jamás hubiesen lamido el hielo. Solo el hecho de que la mujer careciese de manos lo indicaban.
—Sigamos.
Y siguieron. Por un segundo camino colgante. Si Kaido cometía la osadía de mirar hacia abajo, no distinguiría el fondo. Solo bruma. Solo oscuridad. El camino les llevó hasta una cueva —una de tantas que había esparcidas dentro del Palacio de Hielo—, y esta les llevó hasta un precipicio infinito. Los Ryūtōs giraron entonces a la derecha, por un paso tan estrecho que tuvieron que caminar de manera lateral y pegando la espalda a la pared. Luego pasaron por un túnel de hielo, y más adelante por una segunda torre, bajando de nuevo por una escalera que descendía en espiral, hecha enteramente de hielo.
Media hora más tarde, Kaido ya había perdido la cuenta de las torres, los puentes y caminos que habían recorrido. De hecho, dudaba que tuviese la memoria suficiente como para deshacer el camino. Ryū, en cambio, nunca dudaba. En cada bifurcación, en cada giro y en cada ascenso o descenso elegía el camino como si tuviese un mapa escrito a fuego en su cabeza.
No había duda. No había error.
Llegaron a una parte del Palacio de Hielo más oscura. Tras recorrer un camino serpenteante, se alzaba ante ellos un enorme portón de hielo. Dos enormes figuras de hielo se erigían, imperiales, a cada lado. Medirían al menos cinco metros, contaban con un escudo a la espalda, y un hacha de gigantescas dimensiones apoyado en el suelo. Todo hecho enteramente de hielo.
Encima del portón, símbolos que Kaido no había visto en su vida inscritos en una placa semiarqueada, como poniendo nombre a la entrada.
Ryū le tendió su antorcha a Kaido, y posó ambos manos en el enorme portalón. Incluso un gigante como él no era más que un niño en comparación.
—Gruu… —Sus músculos se tensaron. El abrigo de piel amenazó con rasgarse por la súbita presión que tuvo que soportar. Sus pies se afianzaron sobre el hielo con la firmeza de las raíces del Árbol Sagrado. Volvió a rugir. Volvió a hacer fuerza…
Crrrrrraaaaaaaaaaaaaaaaajjjjjjjjjjjjjjj…
… y el portalón cedió ante él.
Al otro lado, un largo pasillo se abría ante ellos. El techo era tan alto que bien podía confundirse con el cielo, y había una fila de pilares constituida por bloques de hielo a izquierda y derecha que avanzaban junto al pasillo. Al lado de cada pilar, una figura humana de hielo hincaba la rodilla mientras sujetaba un platillo del que…
… manaba fuego. Cómo se mantenía vivo el fuego sin nada que consumir y por tantos años era algo que ni el propio Ryū podía responder.