21/02/2020, 04:21
—Yo… Ya no puedo… —dijo el dragón. Primera vez, en casi un año, que Kaido era testigo de una brecha en un hombre a quién creía infranqueable—. Ya no puedo.
—No, claro que ya no puedes. Porque ya no queda nada en ti.
—Sí que queda mucho en ti. Sólo déjalo salir —esa misma brecha que le había roto, iba a ser el filtro por el que manaría la escencia de su verdadero poder. Un poder oculto. Un poder dormido. Un poder que no veía luz en muchísimo tiempo. Un poder que lloraba tras recuperar su libertad. ¿Lágrimas?
Lágrimas, acompañadas de un sentido puñetazo. Un golpe, tan certero y mortífero como el descenso de un relámpago en una fúrica noche de lluvia en el País de la Tormenta. Un golpe, tan poderoso y catastrófico como la réplica de un terremoto. Y luego otro. Y luego otro. Y luego otro... hasta que la sangre de sus manos sirvió de tinta para que la capa helada en la que se ocultaba Jujunna se convirtiera en en una pantalla vívida de los recuerdos de un hombre olvidado. Los ojos cristalinos de Umikiba Kaido se iluminaron, absortos, mientras que su mente trabajaba a mil por hora para comprender todo lo que estaba sucediendo. Allí, él era sólo un simple mortal, privilegiado; de estar contemplando el renacer de un verdadero dragón. Su mano tembló cuando navegó a través de la memoria de Ryū. Entre mares de cadáveres, cercenados por la hoja de la espada que tenía voz.
Dio un paso atrás y oteó a su alrededor. Y entonces miró. Miró bien. Miró muy bien. Miró, aún cuando el Heraldo no se lo hubiera pedido.
Umikiba Kaido sintió un poderoso nudo en la garganta. Sentía que estaba viviendo todas las decisiones de Ryū en sus propias carnes. Los gritos moribundos de aquella niña acabaron por quebrarlo. Y el cuerpo en llamas de su amiga, Masumi, iluminó el camino. Fue el fuego de esa Ryūto el que encendió el verdadero corazón de aquél conocido como Ryū. No. No de Ryū.
De Ryūnosuke.
El escualo sintió el fuego abrazador a su alrededor, como si hubieran sido sus brazos y no los del Heraldo los que estuvieran envuelto en llamas. Nunca un fuego fatuo había hecho de aquél palacio una ínfima viruta fría que era incapaz de rivalizar con las llamas que ahora emergían del Gran Dragón. Fuego, más fuego. Fuego que iluminaba el alma. Fuego capaz de calcinar todo ōnindo si ese fuese su propósito. ¿Fuego capaz de reducir incluso al mismísimo Kaido, a través de esos ojos esmeralda, que ahora le veían hambrientos?
Kaido no retrocedió. Nunca le tuvo miedo al fuego. Y no iba a empezar ahora.
—No, claro que ya no puedes. Porque ya no queda nada en ti.
—Sí que queda mucho en ti. Sólo déjalo salir —esa misma brecha que le había roto, iba a ser el filtro por el que manaría la escencia de su verdadero poder. Un poder oculto. Un poder dormido. Un poder que no veía luz en muchísimo tiempo. Un poder que lloraba tras recuperar su libertad. ¿Lágrimas?
Lágrimas, acompañadas de un sentido puñetazo. Un golpe, tan certero y mortífero como el descenso de un relámpago en una fúrica noche de lluvia en el País de la Tormenta. Un golpe, tan poderoso y catastrófico como la réplica de un terremoto. Y luego otro. Y luego otro. Y luego otro... hasta que la sangre de sus manos sirvió de tinta para que la capa helada en la que se ocultaba Jujunna se convirtiera en en una pantalla vívida de los recuerdos de un hombre olvidado. Los ojos cristalinos de Umikiba Kaido se iluminaron, absortos, mientras que su mente trabajaba a mil por hora para comprender todo lo que estaba sucediendo. Allí, él era sólo un simple mortal, privilegiado; de estar contemplando el renacer de un verdadero dragón. Su mano tembló cuando navegó a través de la memoria de Ryū. Entre mares de cadáveres, cercenados por la hoja de la espada que tenía voz.
Dio un paso atrás y oteó a su alrededor. Y entonces miró. Miró bien. Miró muy bien. Miró, aún cuando el Heraldo no se lo hubiera pedido.
Umikiba Kaido sintió un poderoso nudo en la garganta. Sentía que estaba viviendo todas las decisiones de Ryū en sus propias carnes. Los gritos moribundos de aquella niña acabaron por quebrarlo. Y el cuerpo en llamas de su amiga, Masumi, iluminó el camino. Fue el fuego de esa Ryūto el que encendió el verdadero corazón de aquél conocido como Ryū. No. No de Ryū.
De Ryūnosuke.
El escualo sintió el fuego abrazador a su alrededor, como si hubieran sido sus brazos y no los del Heraldo los que estuvieran envuelto en llamas. Nunca un fuego fatuo había hecho de aquél palacio una ínfima viruta fría que era incapaz de rivalizar con las llamas que ahora emergían del Gran Dragón. Fuego, más fuego. Fuego que iluminaba el alma. Fuego capaz de calcinar todo ōnindo si ese fuese su propósito. ¿Fuego capaz de reducir incluso al mismísimo Kaido, a través de esos ojos esmeralda, que ahora le veían hambrientos?
Kaido no retrocedió. Nunca le tuvo miedo al fuego. Y no iba a empezar ahora.