19/12/2015, 23:11
Datsue se apresuró en extraer un pequeño papelito de la mochila cuando la muchacha empezó a darle indicaciones. Lo colocó sobre la mesa improvisada y lo desdobló, varias veces, hasta que formó un mapa cuadricular de medio metro de ancho.
Aquel mapamundi representaba los 10 países conocidos del mundo shinobi, con sus nombres señalados en una leyenda situada en la esquina inferior derecha. Además, también señalaba las capitales y lugares de renombre.
Colocó la punta de su dedo índice en el punto del Puente Tenchi y descendió unos centímetros por la frontera del País de la Tierra y del Río, tal y como había señalado la kunoichi.
—Así que a 10 kilómetros… —murmuró. Una larga caminata, quizá de una hora, media si la caminata se convertía en carrera—. No está mal, aunque no me coge de camino. Yo me dirijo hacia aquí —añadió, deslizando su dedo hasta Shinogi-To.
Entonces, un par de gotas pequeñas cayeron sobre el mapa, producto del orvallo. Un orvallo que pronto se convertiría en aguacero, a juzgar por los truenos que se oían a lo lejos.
—¿Pero te vas a ir ya? Acabas de llegar, y puede que alguien pueda comprarte esos objetos, ¿no?
—¿Con la que va a caer? —cuestionó—. Dudo siquiera que se dignen a pararse. Además —añadió, doblando el mapa sobre sí mismo y guardándolo en su lugar de origen para que no se mojase más—, en un rato anochecerá. Y ese sitio que mencionas está un poco lejos…
—¡Que tus oídos no se dejen engatusar por su víbora lengua, niña! —interrumpió de pronto alguien. Iba encima de un carromato, el cual había detenido a pocos metros, y miraba a Ayame desde lo alto, con unos ojos pequeños y saltones y una papada que se tambaleaba a cada palabra que pronunciaba—. No es más que un rufián, por mucho que tenga cara de niñito bueno —sus ojos entonces saltaron hacia Datsue, a quién le dedicó una mueca que se asemejaba a una sonrisa como un huevo a una castaña—. Como todos los de la Ribera del Norte, ¿no es cierto, Datsue?
—Okura no baka —murmuró el Uchiha, rojo de ira. Aquel hombre era Okura, el estafador prestamista con quienes se habían endeudado sus padres. Instintivamente, sus ojos recorrieron las riendas que sujetaba Okura y…—. ¡Tormenta! —exclamó al reconocerla. La joven yegua había estado con la cabeza gacha hasta el momento, peleando con frustración por quitarse la brida que le aprisionaba, hasta que oyó su voz y sus orejas se elevaron de golpe, dejando ver una marca blanca que destacaba sobre su pelaje marrón en la frente, en forma de lucero. Nada más verle, su cola se irguió y emitió un suave y gutural relincho. Datsue se precipitó hacia él y le abrazó por el cuello, riéndose de alegría—. Eeeh, ¿qué tal? ¡Cuánto tiempo! ¿Me echaste de menos? —Datsue se echó hacia atrás para verla mejor y le acarició con cariño por debajo de la boca mientras que con la zurda le rascaba la mejilla. Entonces se fijó en pequeñas quemaduras que tenía en la piel, seguramente producidas por el roce de las bridas—. ¿Quién te ha apretado tanto las bridas, hmm?
No lo vio venir. El látigo impactó con tanta fuerza sobre el dorso de su mano que lo tiró de culo contra el suelo, con la mano media dormida por el golpe.
—¡Aléjate de mi yegua! —exclamó Okura, haciendo especial énfasis en que era de su posesión. Sus ojos parecían a punto de salírsele de las cuencas y su papada no paraba de moverse de un lado a otro.
Okura, maldito desgraciado. Por un momento, se había olvidado de él.
—Eso es mentira… ¡Es mío! —chilló, presa de la furia, actuando más como un niño al que le da una pataleta que como el shinobi que era—. Y Tormenta no es una yegua de tiro. Es muy joven todavía para cargar con un carromato como ese.
Okura resopló por la nariz.
—En eso te doy la razón —aceptó. Entonces, una siniestra sonrisa se dibujó en su rostro—. Por eso después de este viaje voy a sacrificarla. Apuesto a que su carne es tierna y jugosa… ¡Te enviaré un buen chuletón para que la pruebes! —gritó, carcajeándose en el acto y haciendo restallar el látigo contra Tormenta, que no le quedó más remedio que avanzar por el Puente Tenchi a trote, alejándose de un Datsue que aún permanecía en el suelo, aturdido por las últimas palabras de Okura, sin saber muy bien qué hacer. ¿Debía llorar o gritar de rabia? ¿Pedir ayuda a sus padres o proseguir con su plan para conseguir dinero?
No lo sabía, y dio gracias a los Dioses por que estuviese lloviendo. Era la única manera en que sus lágrimas pasasen desapercibidas.