22/03/2020, 17:06
Caminaron lentamente hacia la cabaña de aquel pastor. Kisame también quería escuchar qué tenía que decirles aquel hombre de dudosa fama acerca de aquella quimérica bestia que no había terminado con su vida por razones que solo el mismísimo Amenokami habría podido saber. Al menos la chica reconocía sus faltas y eso le agradaba. Quizás ella fuese un claro ejemplo de que el pelinegro tendría que ablandarse un poco con los demás e incluso consigo mismo. No es que el fuese perfecto, de hecho, tenía grandes problemas en varias áreas, pero darle tiempo para el aprendizaje a un novato era algo que hasta el más duro de los shinobi permitía, excepto el cascarrabias narcisista de Ichiro. Tal vez su padre no tuviese razón en todo después de todo. Ren le había demostrado gran valor y bondad en contraposición a su inexperiencia. ¿Debía valorar pues sus capacidades? Si se judgase a los peces por su capacidad para trepar a los árboles resultarían todos unos ineptos... ¿No?
-Yo tampoco me esperaba algo así, aunque si te soy sincero... Cuando mi compañero decidió no rastrear eso empecé a sospechar que estábamos en graves problemas. Por suerte todo ha salido bien, eso si... Ese pastor nos debe una explicación, coincido contigo -Admitió en su camino hacia la casa del pastor.
Nuevamente los perros comenzaron a ladrar. Al fin y al cabo eran guardianes y, a pesar de ser un trocito de pan en el fondo, era su instinto. No obstante, una vez que los olieron parecieron reconocerlos en parte y se calmaron en gran medida. Ante los ladridos, el susodicho pastor salió a la puerta de su cabaña con gesto sorprendido y un poco asustado, mirándoles incrédulo sin saber qué decir. Ahí estaba, plantado en el umbral como un pasmarote.
-Yo tampoco me esperaba algo así, aunque si te soy sincero... Cuando mi compañero decidió no rastrear eso empecé a sospechar que estábamos en graves problemas. Por suerte todo ha salido bien, eso si... Ese pastor nos debe una explicación, coincido contigo -Admitió en su camino hacia la casa del pastor.
Nuevamente los perros comenzaron a ladrar. Al fin y al cabo eran guardianes y, a pesar de ser un trocito de pan en el fondo, era su instinto. No obstante, una vez que los olieron parecieron reconocerlos en parte y se calmaron en gran medida. Ante los ladridos, el susodicho pastor salió a la puerta de su cabaña con gesto sorprendido y un poco asustado, mirándoles incrédulo sin saber qué decir. Ahí estaba, plantado en el umbral como un pasmarote.