27/03/2020, 16:38
Cuando miró a su alrededor y solo vio oscuridad…
Cuando respiró y el aire helado produjo escarcha en sus pulmones…
Cuando oyó el sonido de cien pasos aproximándose, y el de cincuenta lanzas golpeando el suelo…
Lo supo. Supo que aquél era un código encriptado, un mensaje que le estaban lanzando. Lo descifró enseguida. Quien quiera que estuviese controlando a aquellas criaturas gélidas, quería averiguar quién era él. De qué pasta estaba hecho. Qué era.
Estaban llamando a su puerta, y Ryūnosuke pensaba abrirles, decir hola y presentarse. Y solo había una forma de hacerlo. Solo con una cosa. Solo con…
—¡Bushido, Hi no Umi!
El Heraldo del Dragón clavó la espada en el suelo y un mar de llamas surgió a su alrededor. La oscuridad fue devorada, el hielo se derritió, y los pasos fueron consumidos por el crepitar del fuego. Todo ardía, todo ardía, todo ardía… Incluso sus pulmones, agotados por el esfuerzo.
Ryūnosuke emitió un gruñido seco y arrancó el mandoble de la piedra en la que estaba sumergida. Al fondo del pasillo, vislumbró a Kaido, con el sello del Carnero en una mano. Anduvo hasta él, pues sus piernas se negaban a correr. Ante tal afrenta de sus músculos, Ryū se hubiese quedado anonadado, confuso ante una debilidad que jamás había poseído. Ryūnosuke, en cambio, la conocía muy bien. El temblor en las piernas. La bajada de tensión. Los puntitos de luz que empañaban la visión. La boca seca, el leve dolor en la parte inferior de la cavidad bucal. Los conocía a todos ellos, y sabía cómo había que responder a cada uno.
Había que respirar. Una gran bocanada. Dos. Tres. Porque todo fuego al que tratan de ahogar, toda chispa, toda ceniza mal apagada, solo necesita una cosa para volver a ser un incendio infernal. Aire. Aire. Aire.
—Nos vamos.
Y Kaido le siguió, recorriendo el pasillo hasta llegar al enorme portalón que habían osado abrir. Lo atravesaron. A sus espaldas, otra vez pasos. Refuerzos gélidos. Más cubitos de hielo que echar a la fragua. Pero Kaido se empeñó en cerrar el portalón, y Ryūnosuke no tuvo tiempo de decirle que se apartase, porque un brazo del tamaño de un árbol trató de aplastarle con la base del puño. Era una de las dos estatuas de hielo que custodiaban la entrada, con un escudo en la espalda y un hacha en la zurda, una auténtica escultura móvil de cinco metros de altura. Y, aún así…
… más le hubiese valido tratar de aplastar un yunque. Más le hubiese valido tratar de machacar una montaña.
Ryūnosuke se abrió de brazos y encajó el golpe con deportividad. A bocajarro. Sin inmutarse. Saboreó el dolor y la sangre como el mejor de los cócteles. Y el mejor de los cócteles tenía un nombre muy específico. Estaba hecho para él, y se llamaba cóctel mólotov.
—¡¡¡GRROOOOOOOOOAAAARRRRRR!!!
Sus manos, aprisionando la mano del gigante como dos cepos para oso. Sus brazos, con los tendones a punto de reventar por la tensión. Su torso, lleno de nudos por los músculos contraídos. Y entonces tiró. Y entonces el gigante se alzó en el aire, y cayó de espaldas por la llave realizada con un estruendo que hizo temblar el mundo.
El filo de un hacha se levantó sobre Ryūnosuke. El otro guerrero glacial quería ponerle a prueba. Ryū hubiese detenido el golpe con las manos desnudas, respondiendo a la fuerza con más fuerza. Pero él ya no era ese hombre. Él era Ryūnosuke, y así como conocía sus debilidades, también conocía las de sus oponentes. Y le gustaba jugar con ellas.
Se apartó en el último momento, algo más lento de lo que hubiese esperado, pero aún así lo suficiente. El hacha partió el pecho de su eterno compañero de guardia, y Ryūnosuke aprovechó el momento para propinar un salto. De nuevo, algo más lento de lo que hubiese esperado.
Mientras se elevaba en el aire, vio a Kaido de espaldas al portalón, con ambos brazos hinchados y extendidos, empujando y empujando para que el ejército que ya se escuchaba al otro lado no cruzase el umbral. Ryūnosuke aterrizó en la nuca del único guerrero que quedaba en pie. Fue allí, justo allí, donde clavó su mandoble. Abrió la boca, y las llamas acudieron a su llamada, bañando la hoja de la espada. Pero había cometido un minúsculo error, el mismo en el que Kaido había caído minutos atrás. El mero contacto con aquella bestia congelaba el cuerpo. Por eso había sido más lento en aquel esquive, y en el salto, y por eso ahora el hielo amenazaba con envolverle. El fuego del mandoble creció en intensidad, pero el guerrero glacial soportó el calor.
Aquel fuego no bastaba.
Aquel fuego era demasiado pequeño.
Entonces recordó. ¿Qué necesitaba todo fuego para volverse más grande? ¿Qué necesitaba una ceniza para convertirse en incendio? Solo una cosa. «Solo una cosa…» Levantó la mano que sujetaba el ricasso y envolvió la empuñadura junto a su diestra. Entonces, algo surgió de la porción de filo liberada. No más fuego, sino viento. Fuuton puro, que sopló hacia adelante y alimentó el Katon. El fuego bajó por la nuca de la bestia, siguió descendiendo hasta el pecho y se refugió en su estómago. El hielo azul del que estaba hecho se volvió anaranjado. El vapor empezó a salir a chorros por cada centímetro de su piel. Y entonces, fuegos artificiales. Un espectáculo a los ojos. La criatura voló en mil pedazos con el sonido de cien cristales rotos.
Ryūnosuke aterrizó en el suelo, justo a tiempo para ver cómo el portalón cedía unos centímetros y el mango de un pesado bastón se colaba por el resquicio, golpeando a Kaido en la nuca. El Hōzuki cayó a plomo, inconsciente. Y, luego…
Luego todo fue caos.
Luego todo fue fuego.
Ryūnosuke subió al barco entre jadeos. Kaido colgado de un hombro, el poderoso mandoble reposando en el otro. Dejó a ambos en cubierta y, solo entonces, se permitió deshacer los dos rudimentarios vendajes que se había hecho en el torso. Habían sido dos feas heridas tanto en el abdomen como en la espalda, pero las vendas apenas tenían sangre. Nada de lo que preocuparse. Nada que requiriese tomar medidas.
Kaido, en cambio…
Dejó su cuerpo en la cama del camarote y volvió a inspeccionarle la herida que tenía en la nuca. No parecía gran cosa, pero Ryūnosuke sabía que no era bueno dormir tras una fuerte contusión, y aquel cabrón no se había despertado desde que había recibido el golpe. Estaba vivo, y no sentía su pulso acelerado. Pero algo le estaba pasando.
Algo grave.
—Te lo dije —oyó decir a la espada. ¿O era su conciencia, resonando dentro de su cabeza?—. Te dije que a este también te lo cargarías.
Y lo último que escuchó Ryūnosuke en aquel día fue aquella risa demencial capaz de helar la sangre de un dragón.
Cuando respiró y el aire helado produjo escarcha en sus pulmones…
Cuando oyó el sonido de cien pasos aproximándose, y el de cincuenta lanzas golpeando el suelo…
Lo supo. Supo que aquél era un código encriptado, un mensaje que le estaban lanzando. Lo descifró enseguida. Quien quiera que estuviese controlando a aquellas criaturas gélidas, quería averiguar quién era él. De qué pasta estaba hecho. Qué era.
Estaban llamando a su puerta, y Ryūnosuke pensaba abrirles, decir hola y presentarse. Y solo había una forma de hacerlo. Solo con una cosa. Solo con…
—¡Bushido, Hi no Umi!
El Heraldo del Dragón clavó la espada en el suelo y un mar de llamas surgió a su alrededor. La oscuridad fue devorada, el hielo se derritió, y los pasos fueron consumidos por el crepitar del fuego. Todo ardía, todo ardía, todo ardía… Incluso sus pulmones, agotados por el esfuerzo.
Ryūnosuke emitió un gruñido seco y arrancó el mandoble de la piedra en la que estaba sumergida. Al fondo del pasillo, vislumbró a Kaido, con el sello del Carnero en una mano. Anduvo hasta él, pues sus piernas se negaban a correr. Ante tal afrenta de sus músculos, Ryū se hubiese quedado anonadado, confuso ante una debilidad que jamás había poseído. Ryūnosuke, en cambio, la conocía muy bien. El temblor en las piernas. La bajada de tensión. Los puntitos de luz que empañaban la visión. La boca seca, el leve dolor en la parte inferior de la cavidad bucal. Los conocía a todos ellos, y sabía cómo había que responder a cada uno.
Había que respirar. Una gran bocanada. Dos. Tres. Porque todo fuego al que tratan de ahogar, toda chispa, toda ceniza mal apagada, solo necesita una cosa para volver a ser un incendio infernal. Aire. Aire. Aire.
—Nos vamos.
Y Kaido le siguió, recorriendo el pasillo hasta llegar al enorme portalón que habían osado abrir. Lo atravesaron. A sus espaldas, otra vez pasos. Refuerzos gélidos. Más cubitos de hielo que echar a la fragua. Pero Kaido se empeñó en cerrar el portalón, y Ryūnosuke no tuvo tiempo de decirle que se apartase, porque un brazo del tamaño de un árbol trató de aplastarle con la base del puño. Era una de las dos estatuas de hielo que custodiaban la entrada, con un escudo en la espalda y un hacha en la zurda, una auténtica escultura móvil de cinco metros de altura. Y, aún así…
… más le hubiese valido tratar de aplastar un yunque. Más le hubiese valido tratar de machacar una montaña.
Fuerza 100
Ryūnosuke se abrió de brazos y encajó el golpe con deportividad. A bocajarro. Sin inmutarse. Saboreó el dolor y la sangre como el mejor de los cócteles. Y el mejor de los cócteles tenía un nombre muy específico. Estaba hecho para él, y se llamaba cóctel mólotov.
—¡¡¡GRROOOOOOOOOAAAARRRRRR!!!
Sus manos, aprisionando la mano del gigante como dos cepos para oso. Sus brazos, con los tendones a punto de reventar por la tensión. Su torso, lleno de nudos por los músculos contraídos. Y entonces tiró. Y entonces el gigante se alzó en el aire, y cayó de espaldas por la llave realizada con un estruendo que hizo temblar el mundo.
El filo de un hacha se levantó sobre Ryūnosuke. El otro guerrero glacial quería ponerle a prueba. Ryū hubiese detenido el golpe con las manos desnudas, respondiendo a la fuerza con más fuerza. Pero él ya no era ese hombre. Él era Ryūnosuke, y así como conocía sus debilidades, también conocía las de sus oponentes. Y le gustaba jugar con ellas.
Se apartó en el último momento, algo más lento de lo que hubiese esperado, pero aún así lo suficiente. El hacha partió el pecho de su eterno compañero de guardia, y Ryūnosuke aprovechó el momento para propinar un salto. De nuevo, algo más lento de lo que hubiese esperado.
Mientras se elevaba en el aire, vio a Kaido de espaldas al portalón, con ambos brazos hinchados y extendidos, empujando y empujando para que el ejército que ya se escuchaba al otro lado no cruzase el umbral. Ryūnosuke aterrizó en la nuca del único guerrero que quedaba en pie. Fue allí, justo allí, donde clavó su mandoble. Abrió la boca, y las llamas acudieron a su llamada, bañando la hoja de la espada. Pero había cometido un minúsculo error, el mismo en el que Kaido había caído minutos atrás. El mero contacto con aquella bestia congelaba el cuerpo. Por eso había sido más lento en aquel esquive, y en el salto, y por eso ahora el hielo amenazaba con envolverle. El fuego del mandoble creció en intensidad, pero el guerrero glacial soportó el calor.
Aquel fuego no bastaba.
Aquel fuego era demasiado pequeño.
Entonces recordó. ¿Qué necesitaba todo fuego para volverse más grande? ¿Qué necesitaba una ceniza para convertirse en incendio? Solo una cosa. «Solo una cosa…» Levantó la mano que sujetaba el ricasso y envolvió la empuñadura junto a su diestra. Entonces, algo surgió de la porción de filo liberada. No más fuego, sino viento. Fuuton puro, que sopló hacia adelante y alimentó el Katon. El fuego bajó por la nuca de la bestia, siguió descendiendo hasta el pecho y se refugió en su estómago. El hielo azul del que estaba hecho se volvió anaranjado. El vapor empezó a salir a chorros por cada centímetro de su piel. Y entonces, fuegos artificiales. Un espectáculo a los ojos. La criatura voló en mil pedazos con el sonido de cien cristales rotos.
Ryūnosuke aterrizó en el suelo, justo a tiempo para ver cómo el portalón cedía unos centímetros y el mango de un pesado bastón se colaba por el resquicio, golpeando a Kaido en la nuca. El Hōzuki cayó a plomo, inconsciente. Y, luego…
Luego todo fue caos.
Luego todo fue fuego.
Horas más tarde…
Ryūnosuke subió al barco entre jadeos. Kaido colgado de un hombro, el poderoso mandoble reposando en el otro. Dejó a ambos en cubierta y, solo entonces, se permitió deshacer los dos rudimentarios vendajes que se había hecho en el torso. Habían sido dos feas heridas tanto en el abdomen como en la espalda, pero las vendas apenas tenían sangre. Nada de lo que preocuparse. Nada que requiriese tomar medidas.
Kaido, en cambio…
Dejó su cuerpo en la cama del camarote y volvió a inspeccionarle la herida que tenía en la nuca. No parecía gran cosa, pero Ryūnosuke sabía que no era bueno dormir tras una fuerte contusión, y aquel cabrón no se había despertado desde que había recibido el golpe. Estaba vivo, y no sentía su pulso acelerado. Pero algo le estaba pasando.
Algo grave.
—Te lo dije —oyó decir a la espada. ¿O era su conciencia, resonando dentro de su cabeza?—. Te dije que a este también te lo cargarías.
Y lo último que escuchó Ryūnosuke en aquel día fue aquella risa demencial capaz de helar la sangre de un dragón.