10/01/2016, 21:01
—Pues no.
Y la sinceridad de aquella afirmación cayó sobre Ayame como un jarro de agua fría. De agua aún más fría que la de la propia lluvia que caía sobre ellos sin ningún tipo de piedad. Esto no habría supuesto ningún problema para ella, si no fuera porque a la tormenta ahora se había sumado la fuerza del viento, que en más de una ocasión hizo que Ayame se tambaleara peligrosamente a punto de perder el equilibrio. El mercader no parecía estar pasándolo mejor, se había visto obligado a utilizar el brazo como escudo para luchar contra aquella tempestad.
—¡Aunque con la que está cayendo, lo más seguro es que se detenga en el primer pueblo que encuentre! —gritó, para hacerse oír por encima de la tormenta—. ¡Quizá pare en el poblado que me recomendaste antes! ¡JO-DER! ¡PUTA LLUVIA!
—¡Es posible! —asintió ella, en el mismo tono de voz—. ¡Que yo sepa es el poblado más cercano!
Esperaba no equivocarse...
Los pasos de los dos muchachos chapoteaban sin descanso por el terreno, que se había convertido en un auténtico campo de barro. Ayame respiraba acaloradamente. Le ardían los pulmones. La dificultad de correr en un terreno de tales condiciones la obligaba a esforzar sus músculos más de lo que habría querido en un principio. Ella era una kunoichi rápida, de hecho no estaba corriendo a su máxima velocidad siquiera, pero también era cierto que no tenía ningún tipo de resistencia. De hecho, si tuviera que hacer algún tipo de comparación, Ayame sería sin duda alguna algo parecido a un guepardo: un animal increíblemente veloz pero incapaz de mantener esa velocidad más de unos pocos minutos.
Y por eso, inevitablemente, comenzó a disminuir el ritmo de la carrera hasta quedarse algo por detrás de Datsue, que se paró repentinamente algo más adelante. El camino se bifurcaba en dos senderos, y el vendedor miraba a un lado y a otro de manera desesperada.
—¿¡Tú ves algo!? —preguntó—. [sub]¿Cuál han tomado?
Ayame se agazapó junto a él, y durante un instante sus piernas agradecieron aquel simple gesto. La tentación de sentarse en el suelo y descansar eran muy seductoras, pero sus intenciones eran otras. No iban muy por detrás del carromato, y teniendo en cuenta el peso del vehículo y del caballo la lluvia no habría tenido tiempo de borrar sus rastros por completo. De hecho, no le costó encontrarlo, y Ayame acarició la tierra con la yema de sus dedos. Dos líneas verticales paralelas, entre las que se podían apreciar dos filas más estrechas de manchas que se alternaban y tenían la forma típica de las herraduras. Aquel rastro seguía uniformemente el camino hasta tomar el camino de la izquierda. Ayame alzó la mirada en aquella dirección, con los ojos ligeramente entornados. Costaba discernirlo, pero le parecía que una difusa sombra oscilaba varios metros por delante de ellos, alejándose.
—¡Por allí! ¡Han ido por la izquierda! —exclamó, arrancando a correr de nuevo como buenamente podía.
Tan sólo podía rezar porque sus sentidos no le hubiesen engañado...
Y la sinceridad de aquella afirmación cayó sobre Ayame como un jarro de agua fría. De agua aún más fría que la de la propia lluvia que caía sobre ellos sin ningún tipo de piedad. Esto no habría supuesto ningún problema para ella, si no fuera porque a la tormenta ahora se había sumado la fuerza del viento, que en más de una ocasión hizo que Ayame se tambaleara peligrosamente a punto de perder el equilibrio. El mercader no parecía estar pasándolo mejor, se había visto obligado a utilizar el brazo como escudo para luchar contra aquella tempestad.
—¡Aunque con la que está cayendo, lo más seguro es que se detenga en el primer pueblo que encuentre! —gritó, para hacerse oír por encima de la tormenta—. ¡Quizá pare en el poblado que me recomendaste antes! ¡JO-DER! ¡PUTA LLUVIA!
—¡Es posible! —asintió ella, en el mismo tono de voz—. ¡Que yo sepa es el poblado más cercano!
Esperaba no equivocarse...
Los pasos de los dos muchachos chapoteaban sin descanso por el terreno, que se había convertido en un auténtico campo de barro. Ayame respiraba acaloradamente. Le ardían los pulmones. La dificultad de correr en un terreno de tales condiciones la obligaba a esforzar sus músculos más de lo que habría querido en un principio. Ella era una kunoichi rápida, de hecho no estaba corriendo a su máxima velocidad siquiera, pero también era cierto que no tenía ningún tipo de resistencia. De hecho, si tuviera que hacer algún tipo de comparación, Ayame sería sin duda alguna algo parecido a un guepardo: un animal increíblemente veloz pero incapaz de mantener esa velocidad más de unos pocos minutos.
Y por eso, inevitablemente, comenzó a disminuir el ritmo de la carrera hasta quedarse algo por detrás de Datsue, que se paró repentinamente algo más adelante. El camino se bifurcaba en dos senderos, y el vendedor miraba a un lado y a otro de manera desesperada.
—¿¡Tú ves algo!? —preguntó—. [sub]¿Cuál han tomado?
Ayame se agazapó junto a él, y durante un instante sus piernas agradecieron aquel simple gesto. La tentación de sentarse en el suelo y descansar eran muy seductoras, pero sus intenciones eran otras. No iban muy por detrás del carromato, y teniendo en cuenta el peso del vehículo y del caballo la lluvia no habría tenido tiempo de borrar sus rastros por completo. De hecho, no le costó encontrarlo, y Ayame acarició la tierra con la yema de sus dedos. Dos líneas verticales paralelas, entre las que se podían apreciar dos filas más estrechas de manchas que se alternaban y tenían la forma típica de las herraduras. Aquel rastro seguía uniformemente el camino hasta tomar el camino de la izquierda. Ayame alzó la mirada en aquella dirección, con los ojos ligeramente entornados. Costaba discernirlo, pero le parecía que una difusa sombra oscilaba varios metros por delante de ellos, alejándose.
—¡Por allí! ¡Han ido por la izquierda! —exclamó, arrancando a correr de nuevo como buenamente podía.
Tan sólo podía rezar porque sus sentidos no le hubiesen engañado...